Magia de cine

Buñuel en el laberinto de las tortugas, de Manuel Cristobal

Estuve el jueves pasado al cine Doré de Madrid, en el preestreno de una película muy especial llamada Buñuel en el laberinto de las tortugas. Especial. de entrada, por ser de animación. Animación y para adultos, lo que en España sigue siendo todavía un empeño tan arduo como arriesgado. Porque, entre los tópicos que parece que nos han inculcado a los españoles está el de que la animación ha de ser para niños o, todo lo más, familiar. Y no es así.

Otro lugar común del que no nos sacan ni a tiros es el de que la animación es un hermano menor dentro del cine. Mentira. Creativamente no lo es, desde luego, y tampoco en cuanto a complejidad de producción. Tuve la oportunidad en su momento de visitar el estudio de Almendralejo donde se hizo buena parte de la película gracias a que el productor, Manuel Cristóbal, es amigo desde hace ya años. Quedé atónito ante el nivel de complejidad, de especialización que requiere una cinta de animación hoy en día. Creo recordar que me dijeron que más de 200 profesionales de una u otra área concreta dela animación pasaron por esta película. Así que imaginen…

Antes, el acceso a los bienes culturales no era inmediato y eso les daba valor

Pero vamos a la película. De entrada, he de comentar que pertenezco a una de esas generaciones que creció cuando los productos culturales eran valiosos y de más difícil acceso. Siendo yo adolescente, si quería oír un disco y no lo tenía, o me lo compraba o conseguía que me lo prestasen. ¿Y si quería ver una película que no estaba en cartel? ¿Qué hacer? Pues a aguantarse, amigo, hasta que la proyectasen en algún cine pipero o en un maratón de cine. Las cintas de video, los DVDs y las plataformas de Internet estaban todavía en el futuro y eso daba valor a las pelis, los discos, los libros, porque su acceso no era inmediato y a capricho, como ahora.

En esos días, ir al cine tenía gran dimensión social. Era un acto colectivo con un antes, un durante y un después. Eso se mantiene, cierto, pero no lo es menos que se va perdiendo, se diluye con el declive de las salas. Haciendo un inciso, creo que la asistencia colectiva a espectáculos públicos —cine, teatro, conciertos— debiera considerarse parte del patrimonio cultural inmaterial y crearse condiciones para su mantenimiento.

El cine como acto colectivo

Pero el caso es que, el pasado jueves, volví a tomar parte en ese acto colectivo de ver cine. Porque, en mi caso, sentarme en una sala a oscuras, abarrotada de espectadores, y ver una película que me enganche, tiene algo de perderme, de sumergirme en lo que veo, de igual manera que asistir a un concierto de música multitudinario supone —de nuevo para mí, que no ha de ser el caso de todos— disolverme en parte en la multitud.

Buñuel en el laberinto de las tortugas se prestaba a ello, sin duda. Animación adulta, para adultos. Y no es frase hecha, porque hay expresiones creativas que uno solo puede apreciar si ha rodado un poco por la vida. Pasa por ejemplo con la relación compleja entre Luis Buñuel y Ramón Acín, que se come el protagonismo en muchas partes. Y eso que al Buñuel de esta película le han dotado de una personalidad complicada hecha de actos contradictorios que no desdibujan el retrato del personaje, sino que lo perfilan con más fuerza. Y eso es algo muy difícil de lograr. Se lo digo yo, lleno de insana envidia.

En Buñuel en el laberinto de las tortugas se ficciona el rodaje de Tierra sin pan, el documental (o docudrama) de Buñuel sobre las Hurdes. Rodaje accidentado, rocambolesco, con episodios surrealistas, como que Acín financiase la película gracias a que le tocó la lotería de Navidad…

Pero tampoco voy a contarles la película. Vaya a verla. Y, de paso, si aún no lo hacen, sigan la trayectoria del productor Manuel Cristóbal, que ya alumbró hace años Arrugas, excelente y arriesgada, a partir del cómic de Paco Roca, sobre un anciano aquejado de Alzheimer. En el caso de Buñuel en el laberinto de las tortugas, la trama es la propia narración, la aventura del rodaje y cómo discurre la historia, sin artificios, giros desaforados o deux ex machina.

El cine como parte de la vida cotidiana

Otras claves están en lo que la película cuenta y en lo que asoma en ella. Y de todo eso estuvimos hablando al salir del cine. Había ido a la proyección con mi amigaVictoria y luego, mientras tomábamos una cerveza, Buñuel en el laberinto de las tortugas salió en la conversación. Comentaba ella sobre «lo que ha cambiado España en tan poco tiempo, lo que eran hace menos de cien años, y cómo lo hemos olvidado» y yo que «hay que fastidiarse que, entonces, un equipo de rodaje eran cuatro tíos metidos en un coche de aquellos años»…

Eso es también parte de la magia del cine. Magia que aún se conserva, por suerte. Es la magia de buena parte de la creación en realidad: que, en una conversación distendia, de forma natural —lo de los culturetas es otra cosa— de repente se cuele una película vista juntos, una música favorita de todos, un libro por todos leído… Por eso decía antes que, a mi juicio, ver cine es más que asistir a una proyección. Es también un acto colectivo con un antes, un durante y un después. Y ese después puede dar mucha magia a las conversaciones. Aunque para eso es necesario, por supuesto, que la película sea buena y cale en el espectador. Y esta lo es y lo hace. Créanme.

Magia de ver cine

AguirreMe crie en un tiempo en el que acudir a los cines era casi un rito social. Y es que allá por los 60 y buena parte de los 70 todo era muy distinto, aunque ya se nos haya olvidado.

En Madrid capital había en esa época más de 300 cines y, sin embargo, la oferta de películas era menor a la de ahora. Los cines seguían un escalafón que iba desde los de estreno hasta los de sesión doble y continua (los llamados «piperos») y que pasaba por peldaños intermedios de nombres a veces pintorescos, como los de «riguroso reestreno de zona». Las películas se estrenaban en muy pocas salas y se tiraban ahí meses y meses antes de bajar a los cines de nivel inferior. La gente hacía colas kilométricas para ver las cintas de más éxito y, por supuesto, la reventa era un negocio harto lucrativo.

La nuestra era una sociedad menos pudiente y, desde luego, menos volcada al consumismo ciego. Uno se pensaba a qué películas iba, y qué libros o discos compraba. Se lo pensaba por el desembolso que suponía y porque consumir productos culturales como el que se zampa al paso una hamburguesa –fast food, fast culture– no existía.

Los productos culturales eran escasos y valiosos. Acceder a ellos no se veía como un acto banal. Ese acceso de hecho solía estar lleno de rituales.

Llegar a casa y poner el disco recién comprado en el Rastro o en Toni Martin. Recogerse para abrir el libro –de primera, segunda o quinta mano- adquirido tras mucho huronear por las mesas de la Cuesta de Mollano. Acomodarte en la butaca cuando las luces del cine se apagaban y comenzaba la proyección.

Ojo, que eso no implica sacralidad. No había respeto alguno por las películas en esa época, al menos en los cines piperos. Oías murmullos, chasquido de cáscaras de pipas, burbujear de gaseosas, recrujir de papel de bocadillos. La gente era tan formal en el cine en esos años como el público del siglo XVIII en las óperas. O sea, se comportaban como si estuvieran en una parrillada. Los padres reñían a los hijos y estos a su vez se peleaban entre ellos, los bebés lloraban y los chistosos vociferaban gracietas a costa de lo que pasaba en la película. Solo había contención (aunque no sosiego) en la «fila de los mancos».

Y pese al guirigay, la magia estaba ahí. Magia. ¿En qué consiste esa magia? Bueno, yo solo puedo hablar de mi caso. Verán: a mí los libros, las canciones, las películas que consiguen engancharme me producen placer. Así de simple. Y no hablo de «placer intelectual». A mí las metáforas brillantes o los encuadres perfectos me impresionan tan poco como las posturitas del Kamasutra. Hablo de que leer, escuchar o mirar esas obras desencadenan en mí torrentes de sensaciones y emociones.

En el caso del cine, puedo recordar docenas de veces que eso me ocurrió estando sentado en la oscuridad de una sala.

encierroMe acuerdo de una vez en la calle Cedaceros. Disculpen que no esté seguro de su nombre -¿Podría ser el Bogart?-, pero seguro que era una sala que proyectaba sobre todo cine minoritario. Acudí una tarde a ver una película alemana, en versión original subtitulada. Aguirre, la cólera de Dios. Me atrapó desde la primera escena. Esa en la que una columna interminable de conquistadores españoles e indios andinos bajan por los Andes a borde de abismos, con sus picas y arcabuces, con las piezas de los cañones a cuestas. Envueltos en nubes y arropados por la música de Popol Vuh.

Recuerdo también una noche años después, cuando fui con una amiga a la proyección de Baraka. Juraría que fue en los cines Renoir. Baraka es un documental sobre parajes en los que el encuentro de los humanos con la naturaleza ha creado belleza y no devastación. Me ganó con esa primera escena monos de montaña junto a aguas termales que humeaban en mitad de la nieve. Y ya no me dejó hasta los títulos de crédito.

Ahora, muchos años más tarde, he vuelto a sentir esa misma magia y con igual fuerza que otrora. Dejen que trate de contárselo.

Hace un par de días, tuve la suerte de ser invitado a un pase previo de Encierro, un documental sobre los sanfermines. Los sanfermines. Bueno. Creí que iba a ver un reportaje (con todos mis respetos hacia los reportajes) y me encontré con una película. Con formato de documental, pero película. Fue impresionante. Así como los antiguos artistas chinos crearon jarrones Ming a partir del barro, aquí el director ha tomado un festejo que es parte del acervo cultural español para crear una obra que es capaz de dejarnos a nosotros mismos, españoles, con la boca abierta.

Un amigo director, Pedro Luis Barbero, me decía al salir que en Encierro habían convertido a las personas –corredores españoles y extranjeros- en personajes. Es cierto. Y la propia Pamplona, o al menos las calles por donde discurre el encierro, es también otro personaje. Lo es gracias al uso del 3D y de cámaras cenitales que siguen a los corredores en su recorrido y que dan escenas antológicas.

Esta película me ha abierto los ojos respecto al uso del 3D. Que digan algunos que es artificio comercial sin valor artístico. También decían eso del cine sonoro primero y luego del cine en color.

Aquí le sacan partido. A eso, a la música, a los planos, al manejo de los tiempos… Son impresionantes esas imágenes cenitales de calles abarrotadas de corredores o esa en la que llevan la efigie de San Fermín hacia su hornacina y cómo los que se disponen a correr, al paso, la rozan con los dedos o la besan con reverencia.

BarakaPero bueno. Como no soy especialista en cine, no trataré de hacer crítica. Solo soy un espectador. Uno de los que pagan las entradas, por otra parte. Lo que quería contar es que he tenido de nuevo la suerte de que me rozase el otro día la magia de ver cine, luego de bastante tiempo. Y he querido compartirlo con ustedes.

De paso me he reconciliado con el cine español –director holandés, producción española-. El cine español no está muerto ni K.O. Ocurre que por él andan sueltos algunos zombies destartalados y macilentos que lanzan bocados a todo lo que se menea. Pero hay supervivientes, aunque no lo parezca a simple vista.

De verdad. Deseo a Encierro la mejor de las carreras comerciales. Necesitamos iniciativas como esta. Y necesitamos que funcionen. Necesitamos de este cine en nuestro país y no de ese otro hecho de carne muerta mantenido de forma artificial.

 

Aclaraciones postreras para Nativos Digitales.

 

Cines piperos. Cines de barrio. Formaban la base de la pirámide de exhibición. A ellos llegaban las copias ya en condiciones deficientes, llenas de rayas y de cortes. Solían funcionar en sesión continua y doble.

Sesión continua. Era aquella en la que se proyectaban las películas sin interrupción. Las butacas no estaban numeradas y uno entraba en cualquier momento, se sentaba en cualquier lugar libre y podía ver las películas las veces que quisiera, hasta el último pase.

Sesión doble. Aquellas en las que se proyectaban dos películas.

Fila de los mancos. Las filas laterales y más próximas a las paredes, separadas del grueso del patio de butacas por los pasillos. Llamadas así porque ahí se sentaban las parejitas que, faltas de casa propia, se contentaban con magrearse al amparo de la oscuridad de la sala.