Enseñar vs Aprender

Hace unos días tuve un cambio fructífero de emails con un lector a propósito de ciertos escritos en este blog. Todo fue a causa de que me escribió para felicitarme por algunas entradas que he incluido sobre el escribir. Y a continuación me animaba a seguir por ahí e indicaba que le enseñaba mucho.

Antes de continuar, he de decir que esta persona, a la que no mencionaré, sabe que he voy a colgar este post y está de acuerdo. Faltaría más, después de que se tomó la molestia de escribirme.

Y el tema es que no estoy de acuerdo en absoluto con que yo enseñe nada en mi blog. Otra cosa es que algunas personas aprendan. Pero no siempre hay una relación biunívoca entre enseñar y aprender. Lo discutí con este lector y al comentar tal discusión con una buena amiga el otro día, le di la siguiente explicación.

No siempre enseñar se corresponde con aprender. Y el ejemplo perfecto es el del burro. Si yo me sitúo detrás de un burro y este me suelta una coz, habré aprendido algo. Habré aprendido que no hay que colocarse detrás de un burro. Sin embargo, el burro no me coceó con ninguna intención didáctica. Vamos, que el burro no trataba de enseñarme nada y sin embargo yo aprendí algo.

Esto es lo que hay. No tengo ninguna intención didáctica en mis entradas en este blog. Cuando hablo del escribir estoy compartiendo con ustedes reflexiones, experiencias habidas. Si alguien aprende, me alegro, pero no oriento lo que escribo a enseñar.

¿Y el caso contrario? ¿Cuándo uno enseña y el otro no aprende? Ocurre en los talleres de literatura. Justo porque son eso, talleres, yo jamás he impartido en ellos clases magistrales. Se trata de trasmitir la experiencia acumulada, en ayudar a desarrollar recursos y habilidades. No se trata de impartir conocimientos.

La fórmula de los gases nobles es única. Eso no ocurre con el escribir. Cada autor tiene sus propios temas recurrentes, sus maneras de escribir, sus gustos en materia de narración y estructura. Es algo que los hace únicos y además efímeros, porque un mismo escritor va cambiando con el tiempo.

Y si son asistentes a un taller de literatura es que buscan crecer como escritores. Llegan abiertos, receptivos, y eso les hace vulnerables. Vulnerables a los que gustan de sentar cátedra. De dar marcos teóricos en los que establece qué es buena literatura y qué no. Con fórmulas magistrales no se ayuda la gente a abrir sus cauces creativos. Todo lo más se generan clones. En ocasiones, el afán excesivo de enseñar de algunos consigue que los demás no aprendan.

Ritmos de escritura

A veces la escritura de una novela se ralentiza. Uno se atasca en la redacción, rehace capítulos una y otra vez porque no acaba de estar satisfecho. En fin, que en ocasiones te desesperas porque tus planes de producción no se cumplen ni de lejos.

Pero ocurre que a veces es para mejor. No hablo, claro, del bajón creativo, del pantano en el que algunos escritores a veces caen. Por cierto que, incluso cuando hay una bajada, lo mejor es seguir escribiendo, no importa que luego descubras que has estado todo el día para escribir un par de párrafos influmables.

Sin embargo, ahora estoy hablando de que a veces las novelas, sus ideas base, sus estructuras, líneas argumentales, etc., necesitan cierto tiempo para cuajar. Las hay que salen muy rápido, al punto de que parece que se arman ellas solas. Otras requieren más esfuerzo.

Comparto esta idea con vosotros porque justo ahora estoy enfrascado en una novela de fantasía. En realidad un proyecto de serie (nunca he escrito una serie y me va apeteciendo medirme con un empeño así); el mismo que dejé aparcado hace unos meses para escribir una histórica. Y no estoy cumpliendo los plazos que me puse ni de lejos.

Lo cierto es que ya el hecho de aparcarla y demorarla ha sentado bien a la historia. He vuelto a ella con una óptica algo distinta. Y ahora ocurre que al ser una novela de fantasía, al haber ideado todo un mundo, de continuo surgen facetas, ideas nuevas, que enriquecen la narración. También me surgen inconvenientes, reparos que me pongo a mí mismo y que he de solucionar.

La novela gana. Gana aunque el precio está en que su elaboración se alarga. Pero no le tiene a uno que pesar por ello, aunque a corto plazo se desespere. Algún día escribiré una entrada sobre la falacia de que escribir un libro no cuesta nada. Es verdad que un escritor, si quiere meter diez mil romanos más en una batalla, lo tiene más fácil que un cineasta. Pero escribir un libro requiere un aporte de recursos. Y eso es algo que a veces se olvida. Incluso algunos escritores lo olvidan.

Pero eso será ya materia de otra entrada, quizá la siguiente. En esta quería compartir esto: que también la demora a veces es parte de los recursos del escritor. Te atascas porque tu olfato, tu instinto asesino dice que no estás sacando toda la tajada que debieras a la novela. Y por eso parece que remas en arena. Luego, cuando la obra está hecha, ves que es para bien.

Todo lo cual no quita para que, a pesar de mi reflexión mesurada, hace un rato estuviera tirándome de los pelos, porque la mañana ha discurrido con una escritura lenta, escasa, de la que no he acabado de estar satisfecho. Es otro de los recursos que tienes que estar dispuesto a aportar cuando escribes. Los episodios de desesperación, por fortuna breves, como erupciones.

Acabar una novela

¿Cuántas veces he ensamblado las partes de una novela, le he dado la última lectura y he decidido que, sin perjuicio de ulteriores revisiones, había acabado? Con esta, hace solo unos minutos, llevo ya doce novelas. Doce. Y siempre me acomete la misma sensación. Por los demás no puedo hablar. Pero es un sentimiento muy especial, uno de esos que, porque solo nos acometen a algunos y puestos ante ciertas tesituras, no tiene ni nombre.

Concluir una novela se parece un poco a lo que sentía a veces al rematar una campaña en la mar. Cuando ya, cerca del final, estabas en el fondo ansioso por acabar, por bajar del barco, pisar tierra y darle la espalda a la mar. Y luego una vez en el muelle, con tus maletas, sentías una sensación indifinible, de vacío, que en el fondo suele asaltar siempre al término de los viajes largos.

Acabar una novela es para mí –por los demás no puedo hablar- un poco eso. Un sentimiento hecho de satisfacción, de liberación, de vaciedad, hasta de futilidad, todo sumado a la manera incongruente que suele ser habitual en nosotros, los humanos.

Escronsciente

Por lo normal, cuando me quedan cincuenta o sesenta páginas de una novela, me embalo y acabo de tirón. Es lo lógico. A esas alturas de una novela, ya no se está para cambios ni fiestas. Dicen los que saben (o los que dicen que saben) que todo tiene que estar planteado en el 40% primero de la novela. Que más allá de ese punto no hay que meter nuevas ideas, tramas, personajes significativos…

Bueno, es una opinión. Pero vamos, que tampoco es muy razonable meter diez páginas antes del final a un personaje nuevo que encima es el asesino. Eso es cierto.

Pero, por no dispersarme, el caso es que en esta ocasión, con esta novela, no me ocurre ese efecto sprint. Qué va. De repente, tan cerca de la orilla, es como si estuviera nadando en arena. No me he atascado, porque todo está planteado, pero esto se ha frenado.

Es temporal, cosa de pocos días. Y no me lo tomo a mal. Antes al contrario, tengo que reflexionar sobre esto. Si ya está todo encarrillado, es que se ha encendido un piloto rojo. Algo avisa de que alguna trama es mejorable, que hay que dar más protagonismo a algún personaje o que hay que reforzar o eliminar algo.

Seguro. Eso es el inconsciente del escritor, que existe. Una especie de rebotica de alquimista en la trastienda de tu cabeza. Ahí se cuecen por su cuenta, a veces a lo largo de años, ideas que luego afloran en nuevas novelas. ¿Podríamos llamarlo el escronsciente? El caso es que uno aprende a hacer caso. Total, es solo sentarse un rato con uno mismo o dar un paseo. Despegarse un rato de lo inmediato del escribir y en seguida aflorará. Ese parte de tu cerebro, al revés que el subconsciente, no es nada perro excepto en lo tenaz. Y es muy agradecido. Aliméntalo de imágenes, conversaciones, olores, pensamientos, lecturas, y jamás te fallará. Es la mejor inversión a largo plazo cuando se escribe.

Pozos de gravedad

De los demás no puedo hablar. En cuanto a mí, los comienzos de una novela nueva son siempre desesperantes. No importa lo fuerte que se te haya clavado la idea base, los personajes, algunas escenas que puedas tener en la cabeza. Cuesta centrarse. En esos comienzos, tratar de escribir es como perseguir a una nube de mariposas. La cabeza se va a otros asuntos.

Luego, según avanza la novela, según la historia va cuajando, comienza a adelantar sola. En ese sentido (no en otros) es la mejor parte. Trabajas en ella con la concentración justa.

Cuando ya enfilas el final, se invierte el proceso. Te arrastra como un sumidero. Te cuesta desentenderte de la novela para atender a otros asuntos e intereses. Es como si la historia hubiera ido ganando más y más peso. Ya no sólo te ancla a ella como cuando vas por las partes medias. Ahora forma un verdadero pozo de gravedad que te atrae con fuerza irresistible y tratar de ocuparse en otras cuestiones es como intentar nadar en melaza.

Por eso digo que no puedo hablar por los demás. Para mí es inconcebible que alguien pueda dejar de escribir una novela a pocas páginas del final. Entiendo que te atasques, eso pasa. Pero no puedes cejar. No es cuestión de voluntad. Es más bien que no tienes elección. Como sea tienes que acabar porque es la única forma de escapar de ese pozo de gravedad que ha acabado por crear la novela en tu existencia.