Nueva balsa de la Medusa

 

 

 

Ayer o antes de ayer, policías y bomberos acudieron a un piso del que, con estos calores, salía desde hacía días un olor cada vez más pestilentes. Se encontraron con un joven de veintitantos años que cohabitaba desde hacía un par de meses con el cadáver de su madre. La mujer, cercana a los sesenta, había muerto y su hijo la había dejado tumbada en su cama. ¿El motivo? Poder seguir cobrando la pensión de la pobre mujer.

Algunos medios, que han dado la noticia más que nada como una extravagancia, han calificado de vil, de deleznable el comportamiento del joven. Sin duda, no es nada edificante. Pero la pensión era de unos 600 euros, no se crean ustedes que era una fortuna. Y el casero estaba a punto de desahuciarlos por impago. Así que casi podríamos calificar todo esto de «crimen famélico».

Tiene gracia que los medios se reserven una especie de oscura simpatía para delincuentes mucho más oscuros que este infeliz. También la búsqueda de datos que justifiquen ciertos crímenes. Este tipo solo es un desdichado, llevado a una situación extrema por esta maldita crisis que padecemos y con las facultades mentales sin duda perturbadas. Pero es que ocurre que en situaciones extremas, la locura puede ser un mecanismo de supervivencia.

Se me ha venido a la cabeza el caso de La Balsa de la Medusa, que inspiró el cuadro de Delacroix. Ocurrió en el siglo XIX. El buque de ese nombre naufragó y los supervivientes pasaron largo tiempo a bordo de una balsa, hecha con los maderos que pudieron rescatar. Faltos de víveres, se comieron primero a los muertos y luego entre ellos, echando a suerte quienes habrían de servir de alimento a los demás.

Aquellos pobres náufragos sin duda eran gente más o menos normal. Pero llevados a situaciones límite, se entregaron al canibalismo por pura supervivencia. Otro tanto le ha ocurrido a ese pobre hombre de Valencia. Como les ocurre a tantos, que andan trampeando para salir adelante, más si tienen familia. Gente que era normal, respetuosa de la ley, y que ahora se ve obligada a de todo para subsistir.

Y ya hablamos de náufragos, hay que recordar que cada vez –o al menos en mi barrio así es- vemos a ancianos buscando en los contenedores de basura. Hace un año salían de noche. Ahora ya la necesidad y la competencia les obliga a hacerlo de día, superando la enorme vergüenza de ser vistos rebuscando.

Cuando me cruzo con uno, hago como si no los viera. Bastante desdicha es ya verse reducido a esa tesitura como para encima saberse blanco de miradas. Pero hace un par de días, estaba yo sentado en un poyete, esperando a un amigo, cuando una abuela se llegó, con un carro de la compra, a rebuscar en un contenedor rebosante de bolsas, gracias a que, al menos en mi barrio, cada vez se amplía más el plazo entre recogida y recogida.

Así pude satisfacer una curiosidad. Siempre me había preguntado qué buscaban ahí. Comida no, desde luego. Pude ver cómo sacaba objetos, los examinaba, los descartaba o echaba al carrito. Así la vi sacar un palo de fregona, una botella de limpiavajillas –para el propietario original vacía, pero con un resto verde en el fondo que a ella le podía servir-. Pescan lo que los que tenemos un poco más de suerte desechamos. Ese resto Fairy a ella le servirá para unos pocos platos.

Todos esos ancianos, que hasta hace nada iban tirando con dignidad, se han convertido en algo así como nuestros Robinson Crusoes, malviviendo en soledad gracias a lo que nosotros son solo deshechos. Restos del naufragio.