Ahí, ¡que no falte!

Arrancamos un año lleno de nubarrones. Caminaba yo por la calle Sagasta ayer -un día gélido y gris donde los haya, acorde con la época. Y me encontré con ese anuncio. ¡Así se hace! Sin rendirse. Porque cantaba el gran Carlos Cano en «Murga de los currelantes», hace ya años y años, una retahila de deseos para nuestro país (insisto en que hace años). Pedía que:

2013-01-09 10.21.23sacabe el paro y haiga trabajo
escuela gratis, medicina y hospital
pan y alegría nunca nos falten
que vuelvan pronto los emigrantes
haiga cultura y prosperidad

¡Ay!, en lo que nos hemos quedado. Hay más paro que nunca y cada vez menos trabajo y de peor calidad. La escuela pública nos la están demoliendo. La medicina y el hospital ni te cuento. Se nos va la gente en una nueva ola emigrante, no hay cultura ni prosperidad. Nos falta el pan y, al menos, los hay quienes tratan de aguantar la alegría. Alegría a golpe de chanza, que es una de las justicias de los desvalidos, cuando las hacen como en este caso a costa de uno de los principales culpables de esta situación en la que nos vemos sumidos.

El plato del vecino y la casa de todos

Hoy cumplo 52 años. Recuerdo una superproducción olvidada y olvidable, Nicolás y Alejandra, en la que un personaje comenta: Últimamente lloro mucho, será que me hago viejo. Yo no soy de lágrima fácil, tan viejo no soy. Pero ayer mismo oí una historia que me conmovió y me llenó de congoja.

Fue hace un par de días en Levante. Le ocurrió a un hombre al que no le va mal en la vida, sin que por eso sea rico. Aparte de su trabajo, tiene unas tierrillas cerca del pueblo y, siempre que hay algo que hacer allí, manda a sus hijos y a cambio les da unos euros a modo de jornal. Pretende inculcarles que el dinero no es gratis, que hay que trabajar para ganarse el pan.

El otro día mandó a uno de sus hijos a desbrozar. El chaval le pidió que mandase en vez de a él a un amigo y le pagase esos pocos euros. Cuando el hombre, perplejo, preguntó el por qué de esa petición, el chico le dijo que su amigo hoy no había comido porque su madre no tenía nada que cocinar. Les recuerdo que esto debió suceder el 28 o 29, ultimísimos de mes. A saber en cuantas casas para esas fechas ya están las cuentas del banco yermas y las neveras vacías.

El hombre accedió de inmediato. Su esposa mandó al hijo a buscar al amigo, a que le invitase a comer para discutir mientras el asunto del trabajillo en la finca. Así podían darle de comer sin avergonzarle a él ni a su familia.

Así estamos, amigo. ¡Cuán hondo hemos caído y qué rápido! Miramos atrás, a menos de un lustro, y nos preguntamos cómo hemos podido llegar a esto. Pero no podía ser de otra forma. Dejen que le cuente otra historia real.

El padre de un amigo fue durante mucho tiempo empleado en un hotel de postín. Un día, los dueños decidieron venderlo a unos inversores que querían reconvertirlo en edificio de apartamentos gran lujo. A la hora de negociar los despidos, a los delegados sindicales les faltó tiempo para aceptar mordida y vender a aquellos a los que debían representar. A cambio de una indemnización y recolocación, firmaron condiciones míseras para el resto de sus compañeros.

Decía este amigo resignado que se veía venir. Que esos delegados eran los garbanzos negros de la plantilla: los más vagos, los que mangaban en el bote del bar; que se habían metido a delegados para currar menos. Atónito, le pregunté cómo esos trabajadores habían permitido que una escoria así los representantes. La respuesta fue muy española: mi padre, ya sabes, es de los de antes. De los que siempre han creído que uno tiene que ser honrado, trabajar y no meterse en líos de sindicatos ni de políticas.

Ese suceso es buena metáfora del lío en el que nos hemos metido.

Vivíamos y trabajábamos en un lugar lujoso, lleno de trenes ave, aeropuertos, administraciones públicas redundantes, turismo humanitario a costa de las arcas públicas, pelotazos inmobiliarios, sueldos públicos de escándalo, dinero a espuertas, oropel y vanidad.

Pero un día se acabó todo. Y descubrimos que lo que creíamos nuestra casa es en realidad un hotel. Que seríamos maîtres o seríamos el que saca la basura, pero aquí somos todo empleados. Si acaso inquilinos de paso. Que esto tiene dueños, aunque no asomen por el negocio. Y para ellos no somos nada. No es que estén mal dispuestos para nosotros. Ni eso. Sienten tanta animadversión contra nosotros como nosotros contra la vaca que nos comemos en forma de solomillos.

Y aquellos de los nuestros que debían representarnos, los que tenían que velar por nuestros derechos e intereses, se dedicaron a trapichear con los dueños. En unos casos porque eran los propios dueños disfrazados, en otros sus esbirros y los había que querían llegar a ser parte de la clase de los dueños.

Y lo peor de todo es que lo sabíamos. Pero unos no hicieron nada. Otros no hicimos lo suficiente. Otros cerraban los ojos y no querían ver la verdadera naturaleza de cierta gente (de hecho muchos siguen con los ojos bien cerrados). Y por supuesto, está esa gran masa de población que forma clientelas territoriales o de otro tipo. Voto cautivo que siempre será sumiso a sus amos pues temen perder con cualquier tipo de cambio.

Así nos ha ido y así estamos. ¿Conocen el cuadro de Goya llamado Visión Fantástica? En él, aparecen unos jinetes a los que por un lado apuntan unos soldados con uniforme francés y por otro son acechados por dos personajes voladores. Al fondo, hay una muela con un edificio enigmático en lo alto.

Siendo yo un chaval de la edad de ese que comió el otro día gracias a la generosidad de sus vecinos, la profesora de Arte nos dio una explicación. Los jinetes somos los españoles. Los españoles, transitando siempre entre la amenaza de la tiranía (los fusileros) y a la sombra de la superstición y la ignorancia (los seres voladores,) a la busca de metas lejanas (ese edificio sobre la roca). No sé si será verdad, porque luego he leído interpretaciones muy distintas. Pero a mí me vale. Es buena alegoría de lo que somos.

En fin, tenemos que ser ciudadanos y no súbditos, y para ello hemos de liberarnos de viejas y nuevas supersticiones. Estamos como estamos y no tiene vuelta de hoja. Pero si hay remedio. Lo que importa ahora es hacia dónde vamos. Y, sobre todo, hacia dónde queremos ir. ¿Hacia dónde queremos ir? Para tener derechos hay que asumir los precios. La libertad nunca es gratis o siquiera barata. ¿Lograremos esta vez ser ciudadanos, pero ciudadanos de los de verdad, de verdad libres y de verdad responsables? Ya veremos. Ojalá que ustedes y yo por fin lo veamos.

Nueva balsa de la Medusa

 

 

 

Ayer o antes de ayer, policías y bomberos acudieron a un piso del que, con estos calores, salía desde hacía días un olor cada vez más pestilentes. Se encontraron con un joven de veintitantos años que cohabitaba desde hacía un par de meses con el cadáver de su madre. La mujer, cercana a los sesenta, había muerto y su hijo la había dejado tumbada en su cama. ¿El motivo? Poder seguir cobrando la pensión de la pobre mujer.

Algunos medios, que han dado la noticia más que nada como una extravagancia, han calificado de vil, de deleznable el comportamiento del joven. Sin duda, no es nada edificante. Pero la pensión era de unos 600 euros, no se crean ustedes que era una fortuna. Y el casero estaba a punto de desahuciarlos por impago. Así que casi podríamos calificar todo esto de «crimen famélico».

Tiene gracia que los medios se reserven una especie de oscura simpatía para delincuentes mucho más oscuros que este infeliz. También la búsqueda de datos que justifiquen ciertos crímenes. Este tipo solo es un desdichado, llevado a una situación extrema por esta maldita crisis que padecemos y con las facultades mentales sin duda perturbadas. Pero es que ocurre que en situaciones extremas, la locura puede ser un mecanismo de supervivencia.

Se me ha venido a la cabeza el caso de La Balsa de la Medusa, que inspiró el cuadro de Delacroix. Ocurrió en el siglo XIX. El buque de ese nombre naufragó y los supervivientes pasaron largo tiempo a bordo de una balsa, hecha con los maderos que pudieron rescatar. Faltos de víveres, se comieron primero a los muertos y luego entre ellos, echando a suerte quienes habrían de servir de alimento a los demás.

Aquellos pobres náufragos sin duda eran gente más o menos normal. Pero llevados a situaciones límite, se entregaron al canibalismo por pura supervivencia. Otro tanto le ha ocurrido a ese pobre hombre de Valencia. Como les ocurre a tantos, que andan trampeando para salir adelante, más si tienen familia. Gente que era normal, respetuosa de la ley, y que ahora se ve obligada a de todo para subsistir.

Y ya hablamos de náufragos, hay que recordar que cada vez –o al menos en mi barrio así es- vemos a ancianos buscando en los contenedores de basura. Hace un año salían de noche. Ahora ya la necesidad y la competencia les obliga a hacerlo de día, superando la enorme vergüenza de ser vistos rebuscando.

Cuando me cruzo con uno, hago como si no los viera. Bastante desdicha es ya verse reducido a esa tesitura como para encima saberse blanco de miradas. Pero hace un par de días, estaba yo sentado en un poyete, esperando a un amigo, cuando una abuela se llegó, con un carro de la compra, a rebuscar en un contenedor rebosante de bolsas, gracias a que, al menos en mi barrio, cada vez se amplía más el plazo entre recogida y recogida.

Así pude satisfacer una curiosidad. Siempre me había preguntado qué buscaban ahí. Comida no, desde luego. Pude ver cómo sacaba objetos, los examinaba, los descartaba o echaba al carrito. Así la vi sacar un palo de fregona, una botella de limpiavajillas –para el propietario original vacía, pero con un resto verde en el fondo que a ella le podía servir-. Pescan lo que los que tenemos un poco más de suerte desechamos. Ese resto Fairy a ella le servirá para unos pocos platos.

Todos esos ancianos, que hasta hace nada iban tirando con dignidad, se han convertido en algo así como nuestros Robinson Crusoes, malviviendo en soledad gracias a lo que nosotros son solo deshechos. Restos del naufragio.