Platos que nunca hay que perderse

Los platos del título son los algo a la nacional (de uno). Y me explico. Si sales fuera de casa y ves x a la española (en caso de que seas español), cómelo seguro, porque fijo que no tiene nada que ver con lo que se hace en casa. Eso no quiere decir que el plato sea malo, al contrario; puede estar de muerte.

Ayer comí en un sitio modesto, y lo hice porque a la puerta ponía: Plato del día, lentejas a la española. Y las lentejas a la española eran el plato que se podría haber comido Otilio (el de Pepe Gotera y Otilio, el tragón por excelencia). Casi era una lenteja, un trozo de chorizo, una lenteja, un trozo de carne, etc.

Estaban riquísimas, eso sí. Pero, la verdad, yo nunca he visto en casa hacer unas lentejas con tanta sustancia. Siempre ocurre así. Y supongo que les ocurre a todos: a saber las extravagancias que se encuentran los de aquí cuando visitan España y se les ocurre pedir un lo que sea «a la argentina».

En todo caso, háganme caso. Si en cualquier lugar del mundo ven algún plato, «a la española»; pídanlo sin dudar.

Rios, viajes, personas

En algo menos de un mes, me iré de viaje por casi cuarenta días a Argentina. Vuelvo, exactamente, dos años después de ir la primera vez. Va a ser un viaje muy distinto, ya que esta vez viajo para revisitar lugares que conocí, conocer otros nuevos que se quedaron en el tintero y encontrarme con los amigos que hice allí. Por qué fui la primera vez, es otra historia.

Un viaje muy distinto. Y también yo soy un hombre muy distinto, por muchos motivos, al que se fue en aquel entonces, aunque haga tan poco de ello. Pero el tiempo podrá ser lineal, pero no pasa a velocidad uniforme.

Decía algún sabio que nunca verás pasar dos veces el mismo río. Tampoco harás dos veces el mismo viaje; porque el viaje nunca es el mismo, cierto, pero también porque tú tampoco serás nunca la misma persona que viajó por primera vez.

De esperas largas y últimos viajes

En las Navidades de hace unos pocos años, enterramos a mi abuelo paterno. Era el último que me quedaba y, como había nacido en 1903 y llegó a los 98 años, alcanzó a ver este siglo. El día que murió era de invierno de verdad, caía una nevada tremenda sobre Madrid y tuvimos la fortuna de que mi amigo Javier pudiese acercarse a casa de mis padres, entre la nieve y el hielo, a firmar el certificado de defunción.

            Para el entierro, el temporal había amainado, pero había dejado nieve por todos lados y grandes placas de hielo. Fue en la Almudena, partiendo de esa iglesia modernista tan extraña que hay en el cementerio, hasta llegar a los nichos. Porque mi abuelo tenía allí su nicho esperándole desde hacía décadas, pagado religiosamente en cuotas mensuales, como hacía la clase trabajadora en este país antaño.

            Allí también está el nicho de mi abuela, su esposa, que se fue unos treinta años antes que él. Y mientras los operarios ponían la lápida provisional, con cuatro pegotes de cemento, me fijé en algunos de los nichos. Allí también están enterradas dos personas –hombre y mujer- de nombres y apellidos que suenan a oriental, aunque no podría precisar de dónde, muertos también hace mucho. Y, aún más abajo, una mujer a la que a su nombre añaden Marquesa de… (los puntos suspensivos es porque no recuerdo bien el título y no me gustaría errar).

            ¿Qué mareas de la vida llevaron a esos dos orientales hasta Madrid, para acabar aquí sus días? ¿Qué hizo que alguien con el título de Marquesa fuese enterrada en nichos para obreros de los de antes? Misterios. Los cementerios, si uno los recorre y va fijándose en los detalles, le traen a uno muchas preguntas, muchas posibilidades de historias y son a veces el último testimonio de aventuras y peripecias vitales ya olvidadas por todos, con el tránsito de los muertos.

Huyendo del sol

Voy a acabar identificando el viajar en avión con las madrugadas. Con la oscuridad, con ese frío destemplado de última hora de la noche, con la luz gris del alba, con ese aire desangelado que tienen los grandes espacios públicos a ciertas horas intempestivas.

            Por alguna razón, tengo vuelos siempre a esas horas, y es una imagen que se me va fijando poco a poco. Recuerdo cierta vez que tuve que levantarme a las cinco para coger el primer vuelo del puente aéreo a Barcelona. Estaba nevando, todo estaba cubierto de blanco y la T4, entonces recién estrenada, resultaba fantasmal. Me recuerdo también en Aeroparking, en Buenos Aires, esperando para embarcar rumbo a El Calafate, en la terminal que a esas horas estaba casi desierta, sin viajeros y con casi todos los mostradores cerrados.

            El otro día me tocó de nuevo volar a hora temprana. Despegamos a las ocho de la mañana, rumbo a Lisboa. Ya empezaba a apuntar el sol pero, como el viaje era hacia el oeste, volaríamos en la oscuridad, por delante del sol.

            Sin embargo, en un momento dado, al ganar suficiente altura, el sol de la mañana nos alcanzó de repente. Se esfumó la negrura como por arte de magia y, al mirar por la ventanilla, nos fue posible contemplar un paisaje de portento, hecho con cielo azul y nubes blancas.

            Bajo el avión había cúmulos y cirros. El sol no llegaba tan abajo y, a la vista, eran como arrecifes en sombras sobre los que volaba la nave. Arriba estaba el azul de primera mañana y, flotando en él, cúmulos enormes de un blanco resplandeciente, porque el sol les tocaba de lleno. Eran como islas prodigiosas en un mar de fábula. Como islas, sí, sin nombre. Esas mismas que buscan en vano los viajeros cansados.

            Y así, durante largo rato, volamos por aquel mar milagroso. Luego, el avión comenzó su aproximación a Lisboa. Descendimos hacia esas nubes en sombras, bajo la línea del sol. Nos internamos en ellas. Y así fue como todo se esfumó y regresamos una vez más a la oscuridad.

Una ribera y dos plazas

Esta mañana, una pareja de mejicanos, con aspecto de mejicanos, andaban bastante agobiados, tratando de que alguien les dijese dónde estaba la boca de Metro de Tirso de Molina. Como no les respondía nadie, estábamos en la misma plaza de Tirso de Molina y la boca del metro a cinco metros, yo se lo he indicado. Lo que no sabía esa buena pareja era que nadie les contestaba no por hostilidad, sino porque en domingo, a ciertas horas y en esa plaza, es mucho más fácil encontrar a alguien que no habla español que a un indígena. La plaza es aledaña al Rastro y, a esas horas, verdaderas hordas de turistas extranjeros se precipitan hacia la zona.

            En esa plaza, de toda la vida, he conocido una especie de contra-rastro, hecho de tenderetes anarcopunki, con la adición de algún gitano inevitable, que vende pilas y otras baratijas a la salida del metro. Está ahí desde siempre –referido ese siempre a mi experiencia-. Cuando iba hacia el Rastro, con diecisiete, ya estaban las mesitas, y ahí siguen. El problema es que han pasado muchos años. La verdad, ver tipos de cuarenta y tantos, con la barriga crecida y el pelo menguado, llevando camisetas del Ché sin mangas y con los sobacos al aire, crestas teñidas (en algunos casos ralas) y demás parafernalia, resulta chocante. Cada cosa tiene su edad, aún eso.

            Nada tiene de extraño que a los tenderetes anarcos se unieran, hace ya décadas, los punkis. Los primeros son a los anarquistas lo que los segundos a los nihilistas, una variante macarra y barriobajera de los mismos, y la fusión era casi inevitable. Pero luego ahí han ido recalando otras clases de gentes y productos ideológicos de más difícil explicación, desde grupúsculos comunistas a nacionalistoides. Han desaparecido tenderetes, puede que por fatiga o por la reforma última de la plaza. Ya se esfumaron, hace mucho, los chiringuitos troskistas, maoístas y demás. Y algún recambio ha habido.

            Hoy, precisamente, me he fijado que había una mesa ocupada en su mitad con libros de tangos y el resto con biografías (hagiografías más bien, supongo) de Fidel Castro, así como algunos folletos sobre un desaparecido en concreto en Argentina. Algo más allá, un puesto con un par de chavales más jóvenes que era como el paradigma de ese mercadillo. Tenían muñequeras y banderitas de ERC (sí, lo juro), ikurriñas, de la II República y de Jamaica (supongo que por la marihuana). Súmese todo eso a las sempiternas camisetas del Ché. Mayor batiburrillo de ideologías contrapuestas al anarquismo, imposible.

            Pero es que ese lugar se ha convertido en una especie de Parque Jurásico de doctrinas cansadas, estéticas caducas y movimientos contraculturales periclitados, cuyos últimos practicantes van ahí recalando y sumándose al resto. Y lo que me preguntaba hoy era si, cuando todo eso desaparezca, echaré de menos a esos fósiles. Supongo que no. Un día, algún año, pasaré camino del Rastro y, me daré cuenta, con cierta sorpresa, que hace ya tiempo que no veo a ningún tenderete de esos. Todo lo más, algún futuro cronista de la Villa le dedicará unas líneas en el futuro, tal que así: Hubo, entre el último cuarto del siglo XX y los primeros años del XXI, una especie de apéndice al Rastro, situado en la Plaza de Tirso de Molina donde se daban cita…

            No sé cuanto dinero puede uno sacar de vender productos así. Pero lo cierto es que el Rastro está lleno de tenderetes que venden las cosas más extrañas. Hoy mismo me preguntaba quién tiene el valor de parar en ciertos puestos y comprarse dos calzoncillos a tres euros, cuando todo el mundo le está mirando. La verdad, se necesita valor, al menos a mi entender. Además, hoy estaba hasta los topes. Yo me había acercado, aprovechando que el cambio de hora me daba tiempo. No contaba con que todos han hecho lo mismo y, a las once de la mañana, estaba atascado en plena Ribera de Curtidores. Eso, por listo.

            Más tarde he recalado en la plaza de Vara del Rey. Esa plaza despierta en mí recuerdos encontrados. Siempre ha habido ahí ropavejeros, quincalleros y gente vendiendo antigüedades. Pero lo que recuerdo de cuando tenía quince años, era ir y descubrir que había tipos que vendían monturas de gafas usadas. Eso podría parecer prosaico, si no fuese porque también vendían crucifijos de metal, de los que se ponen en los ataúdes. No sé si será cierto, pero un amigo me dijo por aquel entonces que tanto unas como otros procedían de los restos de cementerio, de cuando se abrían las tumbas, pasado el plazo, para echar lo que quedaba al osario.

            Ya han desaparecido esas cosas del Rastro, o hace mucho que no las veo. Además, en esa plaza hay cosas más agradables. En el centro, se encuentran cuatro o cinco puestos de minerales. Ahí me he detenido y, tras remirar, me he comprado una aguamarina, de Brasil decía la etiqueta. Me la he echado al bolsillo y ahí sigue.

            También en esa plaza, me he comprado una pulsera, de cuero y acero. El tipo me ha timado y me ha colado caucho por cuero. En todo caso, es bonita y me la he puesto. No me he enfadado. Primero de todo, porque, después de todo, ya de por si la pulsera es imitación de una de marca, mucho más cara. Segundo, porque a este nivel, cuando te timan en el Rastro, no te están en realidad estafando, sino haciendo valer la vieja tradición de engañar al comprador. Es una cuestión más bien deportiva.

            Además, hoy he salido del Rastro en empate, cosa que no se puede decir siempre. Un tipo ha tratado de venderme unas gafas de leer (de esas que llevas en el bolsillo, para no sacar las buenas; no me tengan por cutre) por el doble casi de su valor. Se lo he visto en los ojos y no he picado. Luego las he comprado en otro sitio por mucho menos. Así que salgo contento. 1-1.

            1-1. Y eso en mi caso es difícil. Pese a que tengo cara de mala uva, todo el mundo, desde que tengo uso de razón, ha tratado de timarme cuando voy a comprar algo. Es algo a lo que ya me he resignado. Puede que tenga además cara de tonto, o tal vez, precisamente porque tengo cara de mal genio, muchos vendedores no se resisten a la tentación de tratar de meterme un gol. Digo yo que será por eso.

Una mala comunicación II

Esta historia ocurrió en uno de los barcos en los que estuve, palabra.

Comenzó una mañana, navegando frente a la costa de África del norte, en la cámara de oficiales, a la hora de la comida. El jefe de máquinas apareció tarde, como era su costumbre, vestido con el mono, tan sucio como también de costumbre, algo que el capitán le permitía, no porque fuese especialmente bueno en su oficio o entrañable, sino porque llevaban los dos mucho tiempo navegando juntos. Según se sentó, a partir el pan con sus manazas llenas de grasa, el primer oficial, que debía tener mala resaca, le espetó sin más.

-Oye, para qué diablos necesita el mecánico esos dos bidones de la popa, los de las válvulas. –Se refería a dos bidones de aceite, vacíos y privados de tapa, en el que los mecánicos de abordo iban echando las válvulas de la máquina viejas y ya inservible, simplemente, supongo, por seguir esa costumbre de los barcos, de guardar todo lo inútil.

-Que yo sepa, para nada –respondió aquel cochino, con el hocico ya metido en el plato.

-Entonces, –Y el primer oficial se volvió al capitán-, hay que decirles a los reparadores que los tiren al mar. Lo único que hacen es estorbar.

Y el capitán, que prefería no buscarse problemas, no le contradijo y, de hecho, se fue a buscar al jefe de los reparadores. Estos eran casi una veintena de currantes, embarcados para todo el viaje, para hacer chapuzas en aquel petrolero, que era más viejo que la tana y debiera estar pensando en el desguace. Le dijo:

-Mande unos hombres a popa, y me tira los bidones que hay ahí. Que molestan.

No mucho después, un servidor, que entraba de guardia, mientras dábamos el relevo, tuvo la ocurrencia de salir al alerón. Me apoyé, a respirar un poco de aire marino, porque era un día agradable y, al volver los ojos a popa, vi atónito como una marabunta de reparadores, con sus buzos mugrientos, estaban tirando bidones como desesperados al mar.

Resulta que a popa, además de los dos bidones, que estaban amarrados a la borda, había 50 bidones de aceite de reserva, para la máquina, de 250 litros cada uno, estos amarrados a la toldilla. ¿Qué pasó? Que los reparadores, ignorando los dos bidones llenos de hierro inservible, estaban desamarrando los bidones de aceite y fondeándolos (lanzándolos al mar).

Entré a toda prisa en el puente. Ahí estaba el segundo oficial, repasando sus anotaciones. Le dije.

-¡Los reparadores están fondeando los bidones de popa!

Y el segundo oficial, que había estado presente en esa comida, pensando que yo me refería a los dos de las válvulas rotas, sin levantar la nariz del cuaderno de bitácora, respondió de pasada.

-Sí. Se lo ha mandado el capitán.

Yo me quedé boquiabierto. Pero bueno, había visto cosas muy raras en aquel barco tartanoso y desquiciado. Así que, tras unos segundos musité.

-Bueno, si lo manda el capitán… él sabrá lo que hace.

Y me desentendí del asunto para enfrascarme en la guardia. Así, unos por otros, por problemas de comunicación, por creer que nos habíamos entendido, se fueron al mar 1250 litros de aceite para la máquina. Una fortuna. 50 bidones enormes flotando. Un peligro para la navegación. Y un delito según las leyes. El jaleo que se armó cuando se descubrió el pastel fue bueno, y hubo apuros y gritos durante semanas.

Pero eso ya es otra historia.

Nuevo Baztán

Nuevo Baztán está a cuarenta kilómetros al sureste de Madrid, y no hay mucha gente que la conozca. La consideran, con razón, el primer parque tecnológico que se construyó en España, ya que fue fundada por un prohombre del XVIII, Juan de Goyeneche. Goyeneche fue un ilustrado, hijo de su tiempo, que desarrolló actividades en campos muy diversos. Él fue el fundador del primer periódico español, La gaceta de Madrid, en 1697. Diseñó una ciudad totalmente nueva, con una plaza central y calles rectilíneas, en las que se alineaban las casas de los ricos, las de los obreros y las fábricas, tal como se entendían en ese siglo. Como era navarro, del valle del Baztán, puso a la ciudad que soñaba el nombre de Nuevo Baztán y la instaló a nueve leguas de Madrid. El arquitecto barroco Churriguera se encargó de los diseños.

            Nuevo Baztán fue próspera durante bastante tiempo y sus manufacturas, gracias al moderno diseño urbanístico y de producción, se hicieron un hueco en los mercados nacionales e internacionales. Se hundió como centro productivo en la primera mitad del XIX, arrastrada por la crisis que supuso para el país la guerra de Independencia y desbancados sus otrora métodos modernos por las fábricas de la Revolución Industrial.

            Hoy en día, Nuevo Baztán dormita al sur. No hay señalización alguna en la Carretera de Valencia (la A3), por lo que sólo se puede llegar si se va ex profeso o se aterriza allí de casualidad. Las casas son bajas en su mayoría, y algunas están en ruinas, ya que el pijerío cultural madrileño aún no se ha fijado en el pueblo. Las calles están empedradas y parecen tranquilas. Han puesto allí el museo etnológico de Madrid, aunque uno se pregunta quién irá a visitarlo, fuera de los colegios y las excursiones de jubilados. A las puertas de este último, hay una estatua en bronce de Juan de Goyeneche, con peluca, un bastón en una mano y un rollo de planos en la otra. Está a ras de suelo, prácticamente, lo que me parece mal. Los prohombres, si lo son, es porque hicieron algo que les elevó sobre la media. Es justo entonces que, ya muertos, sus efigies dispongan de pedestal. Se han ganado, creo, el derecho a mirar al mundo que trataron de mejorar desde lo alto, aunque sólo sea para recordar que sus miras fueron más elevadas que lo normal.

P.D. Ahí, en la foto, se ven los chapiteles de la iglesia desde lo lejos, y el famoso pino de la plaza, con casi sus treinta metros de altura.

Ávila-Salamanca III. El astronauta de la catedral, texto.

Aunque parezca mentira, ese astronauta esté en uno de los pórticos de la catedral de Salamanca. Es muy famoso allí y todos los que visitan la ciudad acaban reparando en él. Pero, quienes no lo conozcan, que no se asombren. No se trata de ningún descubrimiento asombroso de la ufología. No bajaron los dioses extraterrestres a levantar esa mole de piedra arenisca que es la catedral. Se trata simplemente de que, cuando los canteros reparan algo, introducen algún elemento nuevo para que se sepa que es obra nueva y no original. Y alguien tuvo el detalle cachondo de poner ese astronauta flotando entre las imágenes sacras del pórtico.

            Seguro que en alguna revista de ufología poco sería de algún país remoto aparece ya el astronauta como muestra de la visita de extraterrestres en siglos pasados.