Aros de oro

¿Cuántas veces me harán preguntado por qué llevo un aro de oro en la oreja izquierda? En muchas ocasiones, mi interlocutor ya había elaborado él mismo una respuesta. La de que me lo puse en mis tiempos de marino mercante como se supone que manda la tradición. Me temo que se equivocan.

Es cierto que comencé a usarlo en aquellos años, sí. En concreto, me perforé el lóbulo de la oreja en una escala en Valparaíso. Pero no fue para conmemorar el cruce del Cabo de Hornos, entre otras cosas porque jamás lo crucé. Además, eso de que el aro es una distinción que lucían aquellos que realizaban tal cruce es una elaboración a posteriori. Los marinos gastaban pendientes de oro mucho antes de que se acuñase esa historia, o esa otra que dice que el aro señala el paso por tres puntos tempestuosos: Hornos, Buena Esperanza y el estrecho de Torres.

Me lo puse en mis tiempos de marino pero no por ser marino. Nunca fui muy dado a atrezzos identitarios de ninguna clase. Me coloqué aro y lo sigo usando porque es una especie de anclaje simbólico.

Verán. De entre las varias explicaciones que se dan sobre el origen de los aros, hay una que me fascinó. Es esa que lo atribuye a la condición de los marinos de forasteros en costas extrañas. A que usaban pendientes porque, si naufragaban y se ahogaban, en caso de que la mar tuviese a bien arrojar sus cadáveres a la costa, el oro seguiría en sus orejas. Así se aseguraban de que, con ese oro, los lugareños podrían pagarles honras fúnebres.

Sea o no verdad, me encantó. Fue eso lo que hizo que me lo colocase un día ya muy lejano. Mucho tiempo después, pero hace ya años, cuando le comenté a un tendero de la calle Corrientes, en Buenos Aires, que era forastero de paso, él me contestó: «amigo, en este mundo todos estamos de paso». Es muy cierto. Por eso a mí me gusta, cuando me miro en el espejo, ver este aro de oreja y recordarlo.

La existencia de los monstruos y la flecha del tiempo

Siendo muy joven, aficionado a lecturas curiosas, cayó en mis manos un libro que hablaba de animales que podrían existir. Daba cuenta del Law y el Chipeckwe africanos, del felino listado de Australia, de la serpiente constrictora de más de cincuenta metros que un explorador dijo ver en la Amazonia a principios del siglo XX.

Se extendía, claro, sobre los monstruos marinos. Y narraba un episodio muy curioso que quedó consignado en las memorias de un marino inglés, también a comienzos del XX. Se lo cuento aquí de memoria.

Siendo todavía alumno, este hombre avistó una serpiente de mar. Serpiente de mar que, por la descripción que nos ha dejado, se parecería mucho al hipotético monstruo del lago Ness. Corpachón, joroba, cabeza pequeña al extremo de cuello muy largo.

Como era alumno –es decir, oficial en prácticas-, no estaba solo sino que acompañaba a un oficial veterano en la guardia. Los dos contemplaron asombrados al ser, que se cruzó por la proa y luego pasó por una de las bandas, hasta quedar atrás. Cuando le perdieron de vista, el relator le dijo al oficial veterano, y por tanto al mando:

-¿Qué hacemos?

-Nada –fue la respuesta.

-¿Cómo que nada? –El buen hombre, tan joven como yo cuando lo leí, le miró estupefacto-. Pero ¿no vamos a anotarlo en el cuaderno de bitácora?

-No.

-Pero ¿cómo que no? Pero si hemos visto un monstruo marino…

El veterano le miró con esa cara que se pone ante la insistencia enojosa de los novatos y le dijo algo así como:

-Chico. No vamos a anotar nada. No porque, aunque tú y yo hemos visto un monstruo, nadie nos creerá. Es más, si anotamos eso, nos echarán de la compañía por locos o por borrachos. No se anota nada en estos casos, nunca. Recuérdalo si, siendo oficial, vuelves a ver otro monstruo marino.

Curioso relato ¿verdad? Y parece que aquel piloto tenía razón. El comandante de un submarino alemán afirmaba haber disparado contra un monstruo marino durante la I Guerra Mundial. De nuevo el monstruo era muy semejante al del lago Ness. Sí lo consignó en su cuaderno de bitácora, como alemán meticuloso que era. Le destituyeron y degradaron. Esa fue su recompensa.

Años después, navegaba yo por el mar de Arabia en un petrolero rumbo a Dubai. Caso curioso, era también alumno en aquel entonces. Cierta noche, muy de madrugada, en la guardia del Primer Oficial, al que yo estaba adscrito, el mar a babor empezó a burbujear en una extensión considerable. Varios metros. Salimos al alerón. Ese burbujeo además se movía. Se movía en la misma dirección del barco. Eso nos permitió contemplarlo varios minutos, hasta que lo dejamos atrás.

Le pregunté al primer oficial qué podía ser eso. La respuesta fue.

-No, sé. Lo mismo hasta un monstruo. En el mar se ven muchas cosas raras.

Entendamos aquí por monstruo alguna bestia acuática muy grande, que las hay. El caso es que ahí quedó el incidente.

Pienso en ello ahora. De haber ocurrido ahora, aquellos marinos se habrían convertido en celebridades dando publicidad a lo que vieron. Habrían tenido el Smartphone a mano. También nosotros allá en el mar de Arabia. Habríamos filmado aquellos prodigios. Lo habríamos colgado en Youtube y obtenido cientos de miles de visitas. De ser avispados, algún dinero le habríamos sacado. Otros a su vez conseguirían notoriedad dándonos cancha en programas de dudoso rigor científico o, por la contra, denostándonos y llamándonos farsantes…

En fin. Que no sé si existen esos monstruos, pero sí que los tiempos están cambiando… aunque quizá no tanto.

Tumban la web de Lucía Etxebarría…

… y algunos se regocijan y otros se lo toman a broma. Los hay que quitan hierro al asunto con un «bueno, ya sabes, es una gamberrada, una frikada, no es para tanto, ya lo arreglarán». Incluso nos encontramos con el aún mejor: «se lo estaba buscando, estaba pisando unos cuantos callos».

Reacciones así son todas muestrario de la falta de formación de parte de la población española. De la actitud entre encanallada y pueril hacia las vulneraciones de derechos y la comisión de infracciones, o delitos, en la Red.

Tumbar la web de alguien, lo mismo que divulgar sus datos, es  heredero online de aquello de quemarle el coche o destrozarle la luna del negocio. El objetivo es dañar y amedrentar, y de paso advertir a todos aquellos que pudieran tener la osadía de oponerse a los que cometen tales actos.

A muchos todavía no les entra en la cabeza que la Red existe de verdad, por muy intangible que sea. Que estos desmanes causan daños económicos y morales a sus víctimas.

Peor es aún que haya quienes justifican, disculpan y hasta defienden todo este borroqueo online.

Es pésimo que haya ciberpredicadores que pretenden convertir la Red en una especie de far west en el que no ha de imperar la ley sino la «palabra sagrada» que ellos imparten. Eso nos lleva a este salvaje oeste online. Asaltos, linchamientos, matonería. Se pavonean los salteadores, los tahures y los cuatreros. Y los escarnecidos son aquellos que tratan de defender su propiedad intelectual o se pronuncian en público contras los nuevos mesías. Todos estos osados se arriesgan a tener que verse las caras con los  ciberpistoleros.

Cuando no impera la ley, no hay más libertad sino menos. Los que están en posición de fuerza pisan a los que pueden menos, y a los que opinan de forma distinta o simplemente les caen mal, les cierran la boca a golpes.

Aquí lo estamos viendo.

La senectud de Darth Vader

Una amiga me comentó el otro día que había muerto Bob Anderson. Confieso que mi primera reacción fue una simple cara de palo. No sabía quién era Bob Anderson. Así que mi amiga, algo irritada, me aclaró que era uno de los que hicieron de Darth Vader en la primera de Star Wars. Bueno. Esa película me encantó, pero nunca fui devoto de ella y, desde luego, mucho menos de la serie. Sin embargo, esa información añadida me hizo recordar.
Recordar cuando allá por el 2004 yo era jurado en uno de los premios del festival de cine de Sitges. Me acuerdo que deambulaba por el vestíbulo del Meliá Sitges cuando Christopher Priest –también invitado en esa edición y un verdadero caballero- me presentó a un señor de edad, muy alto y de pelo blanco, que caminaba apoyándose en un bastón.
Algo farfulló en inglés que no entendí. Y él, al darse cuenta, me tendió la diestra al tiempo que se presentaba con voz más alta.
-I am Darth Vader.
Que sí. Que eso dijo. Uno, como algo de tablas tiene, no cambió de color. Le estreché las manos mientras murmuraba: «Encantado. I am León Arsenal». Y para mis adentros recuerdo que pensé.
«¡Ay, Dios! ¡Darth Vader con garrota.!¿A dónde vamos a llegar?».
No me estaba vacilando. Alguien me dijo que era uno de los actores que se embutieron la armadura del temible villano galáctico en la primera película de la serie. Y eso es lo que me da que pensar que bien pudiera ser este Bob Anderson que ha muerto hace nada. He mirado fotos en Internet. Sí, podría ser él. Y si no lo es, le deseo larga vida, por supuesto.
El caso es que el hombre andaba por Sitges presentándose así. Y se dejaba fotografiar con fans. Pero no gratis, ¿eh? A 50 euros la foto. Sí, cincuenta, e hizo su agosto. Pero mejor se ahorran los sarcasmos y la sonrisa de medio lado. Su agosto a la manera de las hormigas. Que para los artistas siempre llega el invierno y para los artistas de medio pelo ese invierno puede ser muy, muy largo. Por eso conviene aprovechar los escasos agostos.
Aquel encuentro fue la guinda de todo un pastel. Porque Sitges estaba aquel año tomado por devortos de la saga Star Wars. Habían estrenado ya la primera película de la segunda trilogía y aquello hervía de fans. Fans disfrazados.
Y yo deambulaba por Sitges atónito. ¡Ay! Aquellas princesas Leias de mediana edad, con sus rodetes de pelo y culonas. ¡Ay! Aquellos caballeros jedy cuarentones de mantos parduscos, espadas de luz, con su tripa y fondones.
Fue entonces cuando se me ocurrió una idea que jamás me ha abandonado. Todos aquellos disfrazados andaban entre los cuarenta y los cincuenta. No eran unos niños. Para que luego digan de los jóvenes. Seguro que muchos de ellos tenían hijos. Primero me pregunté qué pensarían ellos si vieran a sus chavales disfrazados según mitomanías para ellos ajenas. Y acto seguido me pregunté qué pensarían esos mismos chavales al ver a sus padres de tal guisa.
Y fue ahí cuando se me acuñó en la cabeza esa idea a la que aludía. Es la siguiente: Amigos, hay algo mucho peor que tener un hijo friki. Y ese algo peor es que te toque en suerte un padre friki.

Los nuevos Cultos del Cargo

Sé que muchos de ustedes conocen la historia, pero no por eso me voy a privar de contarla aquí, aunque solo sea porque es una de mis favoritas.

El culto del Cargo es una curiosa religión que nació a raíz de la II Guerra Mundial en algunas islas de los Mares del Sur. Su origen estuvo en el desembarco de tropas aliadas en islas y zonas de Nueva Guinea hasta entonces bastante aisladas. Aquellos soldados al llegar desbrozaban y allanaban para abrir una pista de aviación. Cuando la pista estaba lista, avisaban por radio y al cabo, para asombro de los nativos, llegaban los aviones para descargar toda clase de suministros.

Acabó la guerra, los soldados se marcharon. Y los aviones dejaron de llegar. Entonces los sencillos habitantes de aquellas islas remotas comenzaron a abrir pistas de aterrizaje. Y a construir cajas que eran réplicas en madera de las grandes radios por las que hablaban los soldados. Réplicas al menos en aspecto. Se dedicaban a hablar a esas cajas, tal como habían hecho los forasteros, para que vinieran las naves de metal cargadas de víveres y regalos.

Los aviones no acudieron. Pero como hay que ser perseverantes y habían visto el milagro con sus propios ojos, algunos isleños sostuvieron durante décadas el culto, convencidos de que al final se repetiría. Pero las aeronaves cargadas de presentes nunca regresaron.

Ese fue el culto del Cargo. Mueve a muchos a risa, cosa que a mí me parece injusta. Aquellos isleños actuaron dentro de la lógica de su esfera de conocimientos. Y a falta de otra cosa, echaron mano de una de las herramientas más poderosas que ha tenido la humanidad para su progreso: la imitación. Solo que esta vez no les salió. No bastaba con construir pistas ni réplicas de las carcasas de las radios, tampoco con imitar los gestos y actitudes de los que –a sus ojos- hablaban a esas cajas con antenas que a su vez hablaban también.

¿No hacemos nosotros a veces cosas parecidas? Ahí está por ejemplo el aeropuerto de Lérida, construido hace pocos años por el Estado y gestionado ahora por la Generalitat. Todo un aeropuerto vacío, con un par de vuelos semanas que se mantienen gracias a que la Generalitat subvenciona a esas compañías. Hemos hecho lo que aquellos isleños. Solo que ellos abrían pistas de tierra y nosotros construimos aeropuertos enteros, con sus torres y terminales.

Pero que levantemos todo un aeropuerto en Lérida no implica que los aviones vayan a acudir. Ahí lo tienen, desierto y sin que ninguna empresa quiera hacerse cargo de su gestión. Y si fuera ese solo… España está llena de aeropuertos vacíos, de estaciones de AVE desiertas. Esos son los nuevos cultos del Cargo. Y no son los únicos.

Al hilo de esto recuerdo algo que me ocurrió en mis tiempos en la Marina Mercante. Fue cruzando el canal de Suez allá por el 89 o el 90 en dirección al Mar Rojo. Uno de los prácticos que nos tocó en esa ocasión era un hombre ya entrado en años. Un personaje curioso inequívocamente culto y que había estudiado en Londres. Cantaba ópera y en los ratos muertos, en los tramos rectos, se ponía a cantar ahí en una esquina del puente o en un alerón. Cantaba bien, aunque la verdad es que era un trance curioso.

El caso es que a lo largo de la travesía tramamos conversación y en un momento dado soltó una afirmación que me dejó perplejo. Decía que el mejor régimen que había conocido Egipto era el del rey Faruk. Que el de Nasser y sus sucesores habían sido mucho peores para el país.

Tal afirmación me dejó perplejo. Lo tomé por una chanza, una «boutade». ¿Cómo podía decir eso ese hombre cultivado, decir que había sido mejor un déspota a la oriental que unos que, aunque dictadores como él, habían tratado de modernizar el país?

Debió ver en mi cara que estaba desconcertado. Eso era lo que pretendía ese hombre sardónico. Pero no hablaba en broma. Acto seguido se explicó. A su juicio, ni uno ni otros habían hecho nada bueno por Egipto. Pero al menos Faruk era un tirano a la vieja usanza. Él y su familia gobernaban el país como un cortijo. No hacían nada pero al menos eran pocos vagos a mantener.

En cambio el naserismo y sus continuaciones habían instaurado lo que él definía como «falsa occidentalización». Se habían creado grandes ministerios de sanidad, obras públicas, etc. Pero era todo fachada. Se hacía poco más por la gente que en tiempos de Faruk y encima ahora había que alimentar a un funcionariado –adicto al régimen- de volumen gigantesco. Había muchos más impuestos, pero pocos más servicios, porque todo el dinero se iba a esa clientela del poder.

Han pasado 20 años ya de aquel viaje. Y he tenido no pocas oportunidades de recordar las palabras de aquel práctico que ahora, visto con la distancia del tiempo, veo como un sabio. Porque no todos los sabios son pomposos ni todas las verdades se expresan de forma doctoral. Y cada vez tengo más ocasión de recordarlo.

Pienso en mi país, España, donde a veces tiene uno la sensación de que las leyes y las instituciones con cada vez más tramoya, que cada vez las despojan más de poder. Que nuestra democracia es cada vez menos la casa común de la ciudadanía y más un parque temático en el que se mantienen en pie los decorados. Yo no digo que esto sea una democracia. Pero con esto pasa lo que con las naranjas. Naranjas son todas, pero las hay con mucho zumo y las hay de pulpa reseca.

A veces ves lo que está pasando, cómo los que debieran velar por las leyes, se las saltan, las vulneran u omiten su obligación de hacerlas valer. No basta con tener leyes e instituciones. Como no basta con abrir pistas en la selva, fabricar radios de madera y hablar a un micrófono de palo. También nosotros a menudo y con la misma inocencia que aquellos isleños caemos a menudo en los cultos del Cargo.

Comensalismos

A veces tenemos desde el principio suficientes elementos de juicio, pero no somos capaces de encajar las piezas. No vemos lo que está ocurriendo bajo nuestras propias narices. Será que el cerebro es así. O que no solemos detectar lo que no esperamos.

Eso me ocurrió en la presentación de cierto libro al que fui de más que mala gana. Era un compromiso con una tercera persona. La autora del libro me caía y me cae mal de solemnidad. Y aquella obra en concreto, más que mediocre o mala, era una rotunda soplagaitez.

La presentación se perpetró en un auditorio amplio, con un aforo de puede que 200 o más personas. Para mi pasmo me lo encontré a rebosar. Hasta la bandera. Jamás hubiera yo esperado que la mindundi aquella reuniese a tantos fans. Y encima la inmensa mayoría de los asistentes eran personas de edad avanzada. Mayores que no cuadraban ni de lejos con el target de la autora y su libro.

Pero bueno. Ahí estaban.

Mira que no darme cuenta de lo que de verdad pasaba. Ni lo sospeché a lo largo de toda la presentación -presentadora de gracias sin gracia, presentada pedante y radiante-. Solo caí en la cuenta cuando, acabado el acto en sí, sacaron el catering.

Ay, amigos. Aquello de Jeckyll y Hyde es cosa de niños. A la vista de las bandejas, los pacíficos ancianos se convirtieron en pirañas senectas que en un abrir y cerrar de ojos arrasaron con todo. La undécima plaga bíblica. Dos abuelos hasta llegaron a las manos por un canapé de jamón.

Fue al ver a aquellos dos viejos feroces empujándose e insultándose por esa loncha sobre pan cuando por fin mi lento cerebro cayó en la cuenta.

Aquella multitud añosa no había acudido atraída por el lustre de las letras. De hecho supongo que a muchos de ellos los libros les importarían un pimiento. Se congregaban al olor del papeo gratis. Estaban en el secreto de que en aquel auditorio, cada vez que se celebraba una presentación, se podía comer y beber por la cara. Y lo abarrotaban, claro.

¿Y los que organizaban todo eso en nombre y con los dineros de la editorial? Pues encantados de la vida. A ellos plim. Lo que importaba era mostrar luego a sus jefes que sus presentaciones estaban siempre hasta la bandera.

¿Y la autora? Pues también encantada, pero esa porque es tonta.

¿Cómo llamaríamos a eso? Una sinergia extraña. ¿Una suerte de simbiosis? Si, teñida de cierto parasitismo. Aunque quizá con toda propiedad y en más de un sentido debería mejor definirlo comensalismo. Comensalismo literario, claro, y a varias bandas.

Cetáceos

Allá a comienzos de los 90 navegaba en un buque gasolinero de Campsa. Un buen trabajo, la verdad. Tranquilo, costeando por toda la costa española mediterránea. Cargando en las refinerías, descargando en Barcelona, Valencia, Alicante, Palma, Mahon…

Un amigo me hizo llegar una petición de una universidad, creo que la de Barcelona, para que todos aquellos que avistasen cetáceos, les informarán de qué especie, latitud y longitud, fecha, pormenores. Esa petición iba acompañada de unas ilustraciones donde se mostraban los cetáceos más comunes. Y un compañero y yo decidimos echar una mano.

Hasta ese momento yo sabía de los cetáceos lo que sabe un marino medio. A distinguir a una ballena de un cachalote. Que ves saltar a un delfín es delfín y si no salta marsopa. Cosas de esas. Pero ahí afine. Afinamos. Los distintos tipos de delfines. Que aquel que vi al sur de Mallorca era un calderón. Etc. Avistamos un montón. Todos los consignamos en un cuaderno aparte, de forma tan minuciosa como en el cuaderno de bitácora anotábamos vientos, mar, circunstancias.

Yo desembarqué antes. Se quedó mi compañero con el cuaderno, para seguir anotando y al acabar campaña enviarlo.

Y os imagináis el final de la historia, claro. Años después nos encontramos y me contó que no pudo ser. Que olvidó el cuaderno al desembarcar. Que este se quedó en un cajón. A saber qué fue de él.

Pero no fue un trabajo vano. Aprendí de cetáceos, aunque luego lo olvidé. Y vi fenómenos espectaculares. Uno ve lo que se entrena a buscar. Por eso aún ahora, cuando paseo por la costa, avisto buques que no son más que puntos en el horizonte. Y en aquel tiempo buscaba también cetáceos. Recuerdo que, cruzando el estrecho, una alborada pude ver una ¿manada? de orcas que entraba del Atlántico al Mediterráneo. No podían ser otra cosa. Una media docena larga. Aletas altas, en forma de media luna. Sé que lo de su ferocidad es en buena parte un mito. Pero verlas nadar ahí, paralelas al barco, me causó cierto escalofrío.

En todo caso, tengo que estar agradecido. ¿Como podría pagar lo que esa nueva óptica me dio en aquellos días? Imposible.

Palomas…

Volvía ahora a casa y me cagó encima una paloma. No me ocurría eso desde los ya lejanos años 80. Me sucedió en aquella ocasión mientras caminaba con una chica por los Cantones, en La Coruña. Que te cague una paloma es cualquier cosa menos romántico, desde luego. Pero lo cierto es que, mientras trataba de limpiar la manga de la cazadora con un pañuelo de papel, a los dos nos dio la risa. Y la risa, desde luego, es una llave maestra que abre casi todas las puertas…

Comunicación gestual

Hace años bajé al Metro de Madrid justo tras una discusión. Iba con el ceño fruncido, abismado en mis cosas y fui pararme justo al borde del andén. Allí estaba yo, de ánimo sombrío cuando llegó por el túnel un de los trenes viejos, que lo hacían con un estruendo tremendo.

Se me ocurrió volver la cabeza y, para mi pasmo, el conductor, que venía dándole a esa manivela horizontal de los metros de antes, me estaba observando con expresión casi de pavor. Más tarde caí en la cuenta de que sin duda aquel pobre hombre, al verme justo al borde y con ese aire sombrío, se temió que me arrojase a las vías, delante del tren. Son muchos los que lo hacen y es algo que los conductores llevan muy mal, eso de arrollar a suicidas.

El caso es que yo a mi vez le miré con expresión de absoluta perplejidad y la de él, al advertirlo, se trocó en una de alivio inmenso. Había constatado el error y, esa vez al menos y en esa estación, no se le iba a arrojar delante para su horror.

Luego el tren siguió hasta ocupar todo el andén. Yo subí al vagón aún desconcertado por esa cara de miedo y sólo al rato de cavilar caí en la cuenta. Y entretanto, cavilando, ya se me había ido el enojo, que por cierto no recuerdo a qué se debía.

Poema de amor

Te amo sueño del viento
confluyes con mis dedos olvidado del norte
en las dulces mañanas del mundo cabeza abajo
cuando es fácil sonreír porque la lluvia es blanda
En el seno de un río viajar es delicia
oh peces amigos decidme el secreto de los ojos abiertos
de las miradas mías que van a dar en la mar
sosteniendo la quilla de los barcos lejanos
Yo os amo —viajadores del mundo— los que dormís sobre el agua
hombres que van a América en busca de sus vestidos
los que dejan en la playa su desnudez dolida
y sobre las cubiertas del barco atraen el rayo de la luna
Caminar esperando es risueño es hermoso
la plata y el oro no han cambiado de fondo
botan sobre las ondas sobre el lomo escamado
y hacen música o sueño para los pelos más rubios
Por el fondo de un río mi deseo se marcha
de los pueblos innúmeros que he tenido en las yemas
esas oscuridades que vestido de negro
he dejado ya lejos dibujadas en espalda
La esperanza es la tierra es la mejilla
es un inmenso párpado donde yo sé que existo
¿Te acuerdas? Para el mundo he nacido una noche
en que era suma y resta la clave de los sueños
Peces árboles piedras corazones medallas
sobre vuestras concéntricas ondas —sí— detenidas
yo me muevo y si giro me busco oh centro oh centro
camino —viajadores del mundo— del futuro existente
más allá de los mares en mis pulsos que laten.

Vicente Aleixandre