«Traidor» a todos

Es probable que reduzca mi producción como novelista histórico. Pero no se alarmen, que no es que piense abandonar el género ni es que me haya hastiado de esos escenarios literarios. La cosa es más complicada.

Verán: Muchas veces he dicho que mi modelo como novelista es lo que hacen los directores de cine, sobre todo los estadounidenses, que incursionan en muchos géneros y formatos. Ese es mi ideal: hacer hoy un dramón y mañana una comedia, pasado una pequeña obra independiente y al otro una gran superproducción con legiones, trirremes y elefantes. No soy de los escritores que ha querido quedarse en un solo género, ni en un solo segmento de ese género. Respeto a quienes lo hacen, por supuesto pero, al menos en mi caso, eso me conduciría a algo que he visto en otros. No solo a no crecer como escritor, sino a acabar autoplagiándote, que es de las cosas más tristes que te pueden ocurrir.

Esa intención de explorar no siempre estuvo en mí por la sencilla razón de que cuando comencé a escribir no tenía la más mínima intención de dedicarme profesionalmente a esto. Por aquel entonces yo navegaba y, durante un lapso de tiempo en tierra, animado por algunos amigos, empecé a publicar algunos cuentos en revistas especializadas de ciencia-ficción. No pensaba ir mucho más allá y ese es el motivo principal de que adoptase el heterónimo de León Arsenal. No me apetecía gran cosa que me identificasen en mi trabajo como el autor de los cuentos que publicaba. No por nada sino porque yo soy así.

El azar y el destino hicieron que acabase en tierra y que comenzase a escribir obra larga. Lo cierto es que mis dos primeras novelas publicadas fueron ambas de género histórico, en la editorial Valdemar. Luego llegó la película (la trilogía de películas) del Señor de los Anillos, Planeta compró Minotauro, editora de esa trilogía, e instituyó el premio Minotauro. Ahí que mandé mi novela Máscaras de matar, escrita un par de años antes y a la que di una buena revisión ya con la experiencia de dos novelas publicadas. Y gané el premio.

De repente, me encontré convertido en uno de los figuras de la literatura fantástica española y con un montón de promoción que me puso en el candelero, cosa que agradeceré siempre. También aumentó de manera exponencial mi número de odiadores y denostadores dentro del mundillo de la ciencia-ficción y fantasía española, que siempre ha sido en ese sentido un charco de bilis negra y amarilla todavía más humeante que otros, que ya es decir.

Entre los mil y un motivos que encontraron algunos popes de fancine para ponerme a caer de un burro fue el hecho de que, tras el Minotauro, en vez de consagrarme en cuerpo y alma a la sagrada causa de la literatura fantástica, publicase con Edhasa La boca del Nilo, una novela histórica de aventuras sobre la expedición enviada por Nerón a las fuentes del Nilo. Que esa novela se fuese en seguida a las cinco ediciones y que además ganase los premios Ciudad de Zaragoza y Espartaco de la Semana Negra de Gijón, ambas a la mejor novela histórica publicada en el 2004, lo único que hizo, me temo, fue atizar las iras de los santos.

Esa, supongo, fue la primera de mis traiciones, o al menos así se lo tomaron algunos que se consideraban a ellos mismos guardianes de las esencias de la cf y f patria. Pero esa «traición» no fue más que la primera de muchas.

Pescadores de fortuna I

PescadoresLeía ayer mismo un excelente artículo sobre un incidente habido entre la policía local de Cádiz y un vendedor ilegal de pescado, y la posición más que ambigua adoptada por el alcalde. La verdad es que las autoridades hacen bien en reglamentar y vigilar el asunto de los alimentos. Y justo el pescado y el marisco merecen especial vigilancia. Pero eso me hizo recordar que, no hace tanto, las cosas eran muy diferentes. Y, desde luego, las autoridades mucho más laxas.

Recuerdo que, en mis tiempos de marino mercante, en cierta ocasión llevamos crudo a la refinería de Petromed, en Castellón. En esa ocasión, no entramos de forma directa. Tuvimos que fondear en espera de que nos dieran orden de descargar. Y esa noche, estando de guardia, pude observar que una barca con tres tripulantes merodeaba cerca del buque. Pescaban a la luz de un farol.

Que lo hicieran cerca del petrolero no era sorprendente. No sé cómo será ahora, pero entonces, hará 20 o 25 años, los residuos orgánicos se tiraban por la borda y en paz. Festín para los peces. Y, justo por esa razón, siempre había peces cerca de los barcos. Y, donde hay peces, hay pescadores.

PescadoresLo que me llamó la atención fue que los tipos examinaban cada pieza que pescaban. Y a la mayor parte de ellas las devolvían al mar. Como había un marinero veterano justo entonces en el puente —no recuerdo a qué había subido a esas horas— le señalé ese comportamiento tan peculiar. A él no se lo pareció y, de hecho, me dijo

—Esos son pescadores de peces preciosos.

—¿?

—Pues que no les vale cualquier pez. No los pescan para comérselos ellos. Buscan ciertas clases de peces caros, para vendérselos a los restaurantes de postín de Castellón. Por eso tiran la mayor parte al mar. Solo se quedan con los que pueden vender.

Curiosa ocupación ¿eh? Y, desde luego, un nombre de lo más bello: «pescadores de peces preciosos».

valencian-fisherman-1897Ocurre que las historias que se cuentan en los barcos siempre tienen varios grados de imprecisión y el doble de inventiva. Y a lo mejor el marinero me estaba tomando el pelo.

Lo mismo eran peces que no les servían. Porque recuerdo que, allí mismo y en otra ocasión, también fondeados, nos dedicamos a pescar y sacamos poco más que tallanes. ¿Qué son los tallanes? Unos malditos peces cabritos, cuya única virtud es tener unos dientes tremendos, que se han llevado el dedo de más de un pescador desprevenido. Lo mismo era todo mentira y lo que hacían era deshacerse de eso que se llama morralla, y que son justamente los peces que solo sirven para hacer caldo o fumet.

Podría haber lo comprobado. Pero ¿para qué? Si era mentira, lo compro igual. Porque no me digan que no es una historia bonita.

Pescadores de peces preciosos.

 

 

La gente no sabe lo que tira

2014-09-17 21.16.43Ahora que va anocheciendo antes, bajaba corriendo a hacer una compra de última hora, cuando me he topado con ese tesoro que muestra la foto. Alguien los dejó abandonados junto a los cubos de basura. Apilados sobre un pollete, eso sí, por si alguien podía quererlos. A veces hago yo lo mismo con libros que me sobran. ¡Tebeos antiguos! ¡Y qué tebeos! Dossier Negro, Cimoc, Totem…

Los tebeos de mi adolescencia y sin duda también del que los abandonó, porque también había dejado libros del colegio más que obsoletos y un archivador con partituras, tal vez residuo de una vocación musical abandonada. He dudado dos instantes, uno porque me iban a cerrar el super y otro porque nos hemos vuelto demasiado pudorosos a la hora de coger cosas abandonadas. ¡Pero qué diablos! Los tebeos en brazada y para casa. Ya compraré en algún chino, que abren hasta las doce, y si algún vecino maliciado -casi todos son buena gente- me ve cogiendo de la calle, que piense o diga lo que le venga en gana.

Esos tebeos valen un dinero, pero no me los he llevado por eso. Son, como he dicho, los tebeos de mi adolescencia. Ahí en la pila dispersa pueden ver un Dossier Negro que fue, cosa curiosa, mi primer encuentro con lo lovecratftiano, pues la historia que refleja la ilustración de la portada va de un mundo subterráneo habitado por Shoggots. Lo que son las cosas…

Es un ejemplo. En fin, lo dicho, que la gente no sabe lo que tira. No, no lo sabe. Pero quizá así a veces es mejor.

Mi biblioteca en Utah y yo en Madrid

Dicen que una buena novela no debiera nunca comenzar por el principio de la historia ni acabar en su final. Suscribo esa regla del oficio, que es muy sabia y muy eficaz. Pero esto que escribo aquí no es una novela. Así que en este caso sí que comenzaré por su principio, porque lo tiene.

Ese principio está en el día en que busqué durante horas un libro entre muchos guardados en cajas. Esas cajas están (estaban) en el garaje de la casa de mis padres. Y ese día, al abrir una de tales cajas, descubrí disgusto que algunos volúmenes se estaban deteriorando por culpa de la humedad y los insectos. Ejemplares de tal vez cuarenta años de antigüedad que ya estaban sobados cuando los compré en su día de segunda mano.

Bibloteca volanteEn esas cajas guardaba yo buena parte de mi colección de ciencia-ficción, fantasía y terror. Fui empedernido lector de esos géneros durante décadas y acumulé un gran número de libros. Y ya saben cómo es la vida. A lo largo de los años uno vive mudanzas y se desprende de parte de su pasado, y otra parte la mete en cajas.

Durante tal vez una década, fui regalando un buen montón de libros de género fantástico, pero aun así me quedaba una colección notable. Libros difíciles de encontrar, revistas y fancines, algunos muy antiguos y de los que solo se publicaron unas decenas de ejemplares. Y no iba a dejar que todo eso se siguieran deteriorando así.

No soy bibliómano avariento -¿Cómo lo llamarían ahora? Supongo que bookaholic-. Por tanto, si no podía darles sitio en mi casa, si no iba a leer muchos de ellos nunca más de nuevo, lo lógico era donarlos. E inocente de mí, me puse manos a la obra seguro de que la cantidad de volúmenes y la rareza de bastantes ejemplares despertaría de inmediato el interés de las administraciones públicas competentes.

Claro está que me equivocaba. Hablé en su día con un responsable de bibliotecas de la Comunidad de Madrid. Se mostró entusiasmado, le pareció una gran idea crear una biblioteca de ciencia-ficción y fantasía en España. Se despidió efusivamente. Y nunca más me volvió a coger el teléfono. Durante cinco años lo estuve intentando en varias comunidades autónomas, a través de contactos casi siempre, que es como se hacen las cosas en España. También en varias poblaciones. Siempre sin éxito. Aunque he de aclarar que hubo lugares pequeños que sí se interesaron de verdad, pero por A o por B les era imposible hacerse cargo de la biblioteca.

Y así cinco años.

Hace un par de meses volví por última vez a la carga. Un concejal de una formación de nuevo cuño, en un pueblo de la sierra madrileña, hizo la gestión. Lo intentó pero no pudo ser porque los libros no cabían en la biblioteca local. También se interesaron unos vocales vecinos de esa misma formación en uno de los distritos de Madrid Capital. Por desgracia, el grupo municipal de esa formación pasó del asunto como de comer alfalfa. Será que es más interesante recriminar a la alcaldía por abrir bibliotecas sin libros que mover el trasero para procurar esos libros.

Pero no nos alarguemos. Quiso el azar que en esos días estuviese de paso por Madrid un profesor de hispánicas de una universidad de Utah, especialista y enamorado de la ciencia-ficción. Tramamos contacto hace unos años, cuando se interesó por uno de los relatos que incluí en mi antología Besos de alacrán. Mientras tomábamos un café, no sé por qué salió la cuestión y yo, claro –la cabra tira al monte- me explayé a gusto sobre la burrez de nuestros cargos electos y designados. Él me escuchó, perplejo ante la desidia de los administradores públicos españoles.

Luego me preguntó si estaría dispuesto a enviar todos esos volúmenes a Utah, a su universidad. Aquello me descolocó de entrada, lo admito. Luego me lo pensé unos segundos. Y después dije que sí.

BibliotecaPor supuesto que sí. Verán: yo no soy nacionalista. Yo soy ciudadano de la galaxia y las unidades espacio-temporales de menor envergadura –sistema solar, planeta, continente, país, región, ciudad, barrio- son solo patrias chicas por las que siento mayor o menor afecto. Y entre que mi biblioteca estuviese cuidada y valorada en los Estados Unidos (o en Noruega, o en Sumatra) o que se quedase pudriéndose en un garaje de Madrid, por culpa de que nuestra clase política no se interesa en el fondo por nada que no le sirva para ganar o mantener poltronas, la elección estaba clara. A Utah.

Y ahí está ya, amigos míos. Según mis cuentas a bulto, más de ochocientos libros y más de 200 revistas y fancines. Entre todos ellos, ejemplares como la primera edición en español del Señor de los Anillos, una edición de los años 20 de la Atlántida, de Pierre Benoit, la colección completa de quiosco de Orbis, fancines del tipo Fan de Fantasía, Maravillas o el Combocine que se publicó solo para los asistentes (ciento y poco) a la Hispacón de 1977…

Es curioso pero, mientras llenaba la última caja, entre los volúmenes postreros estaban novelas de Jack Vance y de Iain Bank. Dos autores de cf que han muerto hace unos días. Yo guardaba sus libros para enviarlos al otro hemisferio y ellos partían hacia mundos muy lejanos. Pueden apreciar el detalle en la foto. Curioso, ¿verdad?

Reconozco, mientras guardaba todo eso y mucho más en cajas, que sentí cierta congoja. Sabía que se iban hacia un destino mejor, por supuesto. Pero a mi manera, sentí con mis libros y revistas algo parecido a lo que deben sentir algunos padres en estos días al ayudar a sus hijos a hacer la maleta para irse a Argentina, Noruega o Alemania. Que se van hacia un futuro en el extranjero que en su propia patria le niegan.

Pero ya pasó. Los libros están a salvo en los Estados Unidos y están siendo clasificados para darles el lugar que se merecen. En estanterías de una biblioteca, a disposición del público y los estudiosos. Que no es más que el lugar al que tienen derecho, el que corresponde a los libros.

Magia de ver cine

AguirreMe crie en un tiempo en el que acudir a los cines era casi un rito social. Y es que allá por los 60 y buena parte de los 70 todo era muy distinto, aunque ya se nos haya olvidado.

En Madrid capital había en esa época más de 300 cines y, sin embargo, la oferta de películas era menor a la de ahora. Los cines seguían un escalafón que iba desde los de estreno hasta los de sesión doble y continua (los llamados «piperos») y que pasaba por peldaños intermedios de nombres a veces pintorescos, como los de «riguroso reestreno de zona». Las películas se estrenaban en muy pocas salas y se tiraban ahí meses y meses antes de bajar a los cines de nivel inferior. La gente hacía colas kilométricas para ver las cintas de más éxito y, por supuesto, la reventa era un negocio harto lucrativo.

La nuestra era una sociedad menos pudiente y, desde luego, menos volcada al consumismo ciego. Uno se pensaba a qué películas iba, y qué libros o discos compraba. Se lo pensaba por el desembolso que suponía y porque consumir productos culturales como el que se zampa al paso una hamburguesa –fast food, fast culture– no existía.

Los productos culturales eran escasos y valiosos. Acceder a ellos no se veía como un acto banal. Ese acceso de hecho solía estar lleno de rituales.

Llegar a casa y poner el disco recién comprado en el Rastro o en Toni Martin. Recogerse para abrir el libro –de primera, segunda o quinta mano- adquirido tras mucho huronear por las mesas de la Cuesta de Mollano. Acomodarte en la butaca cuando las luces del cine se apagaban y comenzaba la proyección.

Ojo, que eso no implica sacralidad. No había respeto alguno por las películas en esa época, al menos en los cines piperos. Oías murmullos, chasquido de cáscaras de pipas, burbujear de gaseosas, recrujir de papel de bocadillos. La gente era tan formal en el cine en esos años como el público del siglo XVIII en las óperas. O sea, se comportaban como si estuvieran en una parrillada. Los padres reñían a los hijos y estos a su vez se peleaban entre ellos, los bebés lloraban y los chistosos vociferaban gracietas a costa de lo que pasaba en la película. Solo había contención (aunque no sosiego) en la «fila de los mancos».

Y pese al guirigay, la magia estaba ahí. Magia. ¿En qué consiste esa magia? Bueno, yo solo puedo hablar de mi caso. Verán: a mí los libros, las canciones, las películas que consiguen engancharme me producen placer. Así de simple. Y no hablo de «placer intelectual». A mí las metáforas brillantes o los encuadres perfectos me impresionan tan poco como las posturitas del Kamasutra. Hablo de que leer, escuchar o mirar esas obras desencadenan en mí torrentes de sensaciones y emociones.

En el caso del cine, puedo recordar docenas de veces que eso me ocurrió estando sentado en la oscuridad de una sala.

encierroMe acuerdo de una vez en la calle Cedaceros. Disculpen que no esté seguro de su nombre -¿Podría ser el Bogart?-, pero seguro que era una sala que proyectaba sobre todo cine minoritario. Acudí una tarde a ver una película alemana, en versión original subtitulada. Aguirre, la cólera de Dios. Me atrapó desde la primera escena. Esa en la que una columna interminable de conquistadores españoles e indios andinos bajan por los Andes a borde de abismos, con sus picas y arcabuces, con las piezas de los cañones a cuestas. Envueltos en nubes y arropados por la música de Popol Vuh.

Recuerdo también una noche años después, cuando fui con una amiga a la proyección de Baraka. Juraría que fue en los cines Renoir. Baraka es un documental sobre parajes en los que el encuentro de los humanos con la naturaleza ha creado belleza y no devastación. Me ganó con esa primera escena monos de montaña junto a aguas termales que humeaban en mitad de la nieve. Y ya no me dejó hasta los títulos de crédito.

Ahora, muchos años más tarde, he vuelto a sentir esa misma magia y con igual fuerza que otrora. Dejen que trate de contárselo.

Hace un par de días, tuve la suerte de ser invitado a un pase previo de Encierro, un documental sobre los sanfermines. Los sanfermines. Bueno. Creí que iba a ver un reportaje (con todos mis respetos hacia los reportajes) y me encontré con una película. Con formato de documental, pero película. Fue impresionante. Así como los antiguos artistas chinos crearon jarrones Ming a partir del barro, aquí el director ha tomado un festejo que es parte del acervo cultural español para crear una obra que es capaz de dejarnos a nosotros mismos, españoles, con la boca abierta.

Un amigo director, Pedro Luis Barbero, me decía al salir que en Encierro habían convertido a las personas –corredores españoles y extranjeros- en personajes. Es cierto. Y la propia Pamplona, o al menos las calles por donde discurre el encierro, es también otro personaje. Lo es gracias al uso del 3D y de cámaras cenitales que siguen a los corredores en su recorrido y que dan escenas antológicas.

Esta película me ha abierto los ojos respecto al uso del 3D. Que digan algunos que es artificio comercial sin valor artístico. También decían eso del cine sonoro primero y luego del cine en color.

Aquí le sacan partido. A eso, a la música, a los planos, al manejo de los tiempos… Son impresionantes esas imágenes cenitales de calles abarrotadas de corredores o esa en la que llevan la efigie de San Fermín hacia su hornacina y cómo los que se disponen a correr, al paso, la rozan con los dedos o la besan con reverencia.

BarakaPero bueno. Como no soy especialista en cine, no trataré de hacer crítica. Solo soy un espectador. Uno de los que pagan las entradas, por otra parte. Lo que quería contar es que he tenido de nuevo la suerte de que me rozase el otro día la magia de ver cine, luego de bastante tiempo. Y he querido compartirlo con ustedes.

De paso me he reconciliado con el cine español –director holandés, producción española-. El cine español no está muerto ni K.O. Ocurre que por él andan sueltos algunos zombies destartalados y macilentos que lanzan bocados a todo lo que se menea. Pero hay supervivientes, aunque no lo parezca a simple vista.

De verdad. Deseo a Encierro la mejor de las carreras comerciales. Necesitamos iniciativas como esta. Y necesitamos que funcionen. Necesitamos de este cine en nuestro país y no de ese otro hecho de carne muerta mantenido de forma artificial.

 

Aclaraciones postreras para Nativos Digitales.

 

Cines piperos. Cines de barrio. Formaban la base de la pirámide de exhibición. A ellos llegaban las copias ya en condiciones deficientes, llenas de rayas y de cortes. Solían funcionar en sesión continua y doble.

Sesión continua. Era aquella en la que se proyectaban las películas sin interrupción. Las butacas no estaban numeradas y uno entraba en cualquier momento, se sentaba en cualquier lugar libre y podía ver las películas las veces que quisiera, hasta el último pase.

Sesión doble. Aquellas en las que se proyectaban dos películas.

Fila de los mancos. Las filas laterales y más próximas a las paredes, separadas del grueso del patio de butacas por los pasillos. Llamadas así porque ahí se sentaban las parejitas que, faltas de casa propia, se contentaban con magrearse al amparo de la oscuridad de la sala.

Quioscos y telediarios

sacamuelasHay quienes dicen que todo está en constante evolución a mejor. Que la flecha del progreso siempre apunta hacia el futuro. No comparto esa visión y me apoyo tanto en la simple lectura de la historia humana como en la experiencia, tanto en las grandes cosas como en los pequeños detalles. Eso no quiere decir que opine lo contrario, eso es tan absurdo. Pero no siempre las situaciones se modifican para mejor.

A veces incluso se repiten. En ocasiones uno se da cuenta y en ocasiones no. Recuerdo cuando los quioscos de prensa no eran como ahora. Hubo un tiempo, cuando yo era un niño, en que eran sobre todo eso: despachos de papel impreso. Ahí se vendían periódicos, revistas, fascículos, novelitas del oeste, ciencia-ficción y misterio, tebeos, etc. Cierto es que también vendían tabaco, chucherías y menudencias diversas. Pero ese negociete adicional no quita para lo que he dicho. Los quioscos vendían letras diversas.

Ahora ya hace mucho que no es así. El proceso ha sido tan largo que no nos hemos dado cuenta de hasta qué punto han cambiado los quioscos. Solo es posible si hacemos memoria a aquellos tiempos de las décadas de los 60, 70, incluso 80. Ahora los quioscos son una suerte de estrambóticos bazares donde uno ve expuestos toda clase de objetos. La cosa empezó con los coleccionables semanales de cochecitos, llaveros, figuritas, y siguió con los regalos de los periódicos: que si tazas, que si el chubasquero de tu equipo, que si una tablet por tantos euros y cupones… lo que hiciese falta con tal de apuntalar un negocio en declive.

Digo esto porque esa circunstancia se me vino ayer a la cabeza viendo un telediario. Supongo que no soy el único que se ha dado cuenta de que los telediarios españoles han pasado, con mucha más rapidez que los quioscos en su día, a convertirse en auténticos telebazares con los otrora tan serios presentadores convertidos en verdaderos comerciales.

Las presentadoras te endilgan entre a la cola de una noticia un seguro, sin transición alguna. Las chicas del tiempo te venden de todo. Y entre tumultos en Grecia y bombas en Afganistán te cuelan con un par la superproducción cinematográfica de la casa o la última serie prime time que ha adquirido la cadena.

Sí, es curiosa esa evolución paralela. Aunque creo que es injusto comparar a los telediarios con los quioscos. O más bien a los quioscos con los telediarios. Más bien lo que estos últimos son es una suerte de barberías a la vieja usanza. También ahí vendían de todo y los presentadores de hoy en día son una suerte de barberos-sacamuelas que lo mismo te cuentan las últimas noticias –sin recatarse de mezclar verdad con chisme- que te endosan un linimento para darte friegas en los lomos.

Evolución es, de eso no cabe duda. Pero positiva, lo que se dice positiva, al menos yo no la veo.

Calores y sofocos

Hace calor en Madrid, ¿eh? En realidad, en buena parte de España. Creo que ya va bajando por el norte. Esta madrugada me desperté a las cinco y ya no pude pegar ojo. Eso no me disgusta y sí que encima, estando K.O., consigo escribir poquito estos días. En general rendir poco porque, como siempre, ando a siete cosas. Es lo que tienen estas temperaturas.

Y, sin embargo, mira que he llegado a pasar calor. Creo que cuando más un verano ya lejano, siendo marino, cuando en pleno verano fuimos a cargar petróleo en Abu Dabi, Golfo Pérsico. Encima, siguiendo la costumbre (al menos la de entonces), nos vimos obligados a fondear n días en espera de atracar a boya y cargar. Siempre había cola.

Llegamos a dar 57ºC de plancha. O sea: se debía a que el petrolero (en realidad superpetrolero), al ser metálico, irradiaba el calor recibido y eso era un infierno. Tanto que el capitán, con buen criterio, prohibió salir a ciertas horas solo por cubierta. Si a alguien le daba un desmayo y caía sobre la cubierta, se iba a abrasar con aquellas planchas ardientes… y evacuar a alguien en helicóptero es muy caro.

Un horror. El lugar más fresco del barco era la máquina, que solo estaban a cuarenta y tantos grados. Encima, con esas temperaturas, los sistemas saltaban. Eso significa, en esencia, que además el aire se nos fue al carajo. Y que el agua de ducha salía hirviendo por defecto. Los marineros dormían en la popa, en cois y colchonetas, como en los viejos –pero no buenos- tiempos. Los oficiales bebíamos güisqui para conciliar el sueño unas horas. Los marineros también, pero por vicio, que ya descabezaban al aire libre.

En ese panorama, mientras los días pasaban sin que nos diesen entrada a la carga, en los que se iban acabando las provisiones, y aún peor, el tabaco y el güisqui, ocurrió esto. Andaba yo de guardia cuando, hacia las tres de la tarde, se nos abarloó un remolcador. Y comenzó a hacer sonar el tifón como un desesperado.

Siempre, junto a la escala, ha de haber un marinero de guardia. Pero el que debiera estar había desaparecido y no huyendo del calor. No cabía sorprenderse. Ese tipo era un maldito borracho y seguro que, fiado de que a esas horas no se acercaría nadie al barco, se había ido a tajarse en algún escondrijo. Siempre hacía igual y era imposible echarle porque, cada vez que le metíamos un parte, los sindicatos amenazaban con denunciar al barco por defectos, fallos y negligencias –en los barcos españoles no funcionaban la mitad de las cosas- y el capitán claudicaba. A su vez los oficiales nos vengábamos poniendo al borrachón ese a manejar el cabrestante de proa en las maniobras. Y como sus compinches y valedores estaban delante, por lo menos les tocaba sudar. Si el otro moñas se equivocaba y faltaba (se rompía) el cable a los que partía por la mitad era a ellos. Huelga decir que eso solo se hacía en las maniobras en las que el oficial se podía poner detrás. Que uno es un vengativo pero no tonto.

Pero no divaguemos. El remolcador seguía tronando como enloquecido. Así que, jurando en arameo, un servidor hubo de abandonar el puente y bajar a cubierta. Asomado por encima de la regala (el pasamanos de la borda) vi a un árabe que agitaba un sobre grande como si le fuera la vida. Había que recoger el sobre.

Yo entonces llevaba muy poco tiempo navegando. Estaba poco hecho a muchas cosas. Había que bajar. Pero, como he dicho, en los barcos españoles la mitad de los artefactos siempre estaban averiados. Y la escala real lo estaba. La escala real, para que nos entendamos, es esa escalera abatible por la que bajan los pasajeros de los cruceros en las películas.

Y, dado que no podíamos apear la escala real, habíamos echado una escala de gato. Es decir, esa de soga y travesaños de madera de las películas de los piratas.

Así que por ahí, cada vez más airado, tuve que descolgarme bajo la solana de Arabia. ¡Qué calor! Y peor que el sol era el calor que irradiaba el costado de metal del petrolero. Llegué abajo descolgándome como un mono (un mono grande, eso sí), recogí el sobre y, a falta de mejor método, comencé la subida con el sobre entre los dientes.

Un superpetrolero (con más de trescientos metros de eslora, o sea, de largo) en lastre (o sea, descargado) puede tener mucho casco al aire. O sea: mucha subida. Yo creí que no llegaba. Asado, mareado, con el sobre entre los dientes como un pirata con el puñal, pensando que si me caía a esas aguas iba a quedar asado para los tiburones.

Pero llegué. Rebasé como pude la regala y hecho fosfatina me senté a la magra sombra de la borda. Y ahí estaba con la lengua fuera cuando apareció el contramaestre.

-¡Cagüen Dios! ¿Por qué has hecho eso?

-¿Lo cualo?

-¿Por qué por qué bajaste por la escala de gato, coño?

-¿Y qué querías que hiciera?

El contramaestre era gallego y yo he vivido muchos años en Galicia, por eso no han de sorprenderse de que mantuviéramos una conversación casi exclusivamente con preguntas. Eso es una huella lingüística del gallego que sobrevivirá a los vocablos del idioma.

-¿Y por qué no usaste el cubo?

-¿Qué cubo?

-¿Cuál va a ser? Ese ¿no?

Y entonces para mi horror descubrí que ahí, a dos palmos, había un cubo con un cabo atado al asa (cabo es cuerda). O sea, tenían ahí ese artefacto ad hoc para esos casos. Lo arriaban (bajaban), los de los remolcadores metían lo que fuese, izaban (subían) y listos.

Suerte que en esa ocasión acudió en mi ayuda el dios de la improvisación. Sin dudarlo, compuse una expresión displicente para replicar:

-Ah, sí. Bueno, es que me aburría.

El nostramo (contramaestre) me miró atravesado. Fuese y no dijo nada. Pero mejor así. Es mejor quedar como chalado o sobrado que como mentecato. Esa, esa es la diferencia entre pasar calor y pasar un buen sofoco.

El plato del vecino y la casa de todos

Hoy cumplo 52 años. Recuerdo una superproducción olvidada y olvidable, Nicolás y Alejandra, en la que un personaje comenta: Últimamente lloro mucho, será que me hago viejo. Yo no soy de lágrima fácil, tan viejo no soy. Pero ayer mismo oí una historia que me conmovió y me llenó de congoja.

Fue hace un par de días en Levante. Le ocurrió a un hombre al que no le va mal en la vida, sin que por eso sea rico. Aparte de su trabajo, tiene unas tierrillas cerca del pueblo y, siempre que hay algo que hacer allí, manda a sus hijos y a cambio les da unos euros a modo de jornal. Pretende inculcarles que el dinero no es gratis, que hay que trabajar para ganarse el pan.

El otro día mandó a uno de sus hijos a desbrozar. El chaval le pidió que mandase en vez de a él a un amigo y le pagase esos pocos euros. Cuando el hombre, perplejo, preguntó el por qué de esa petición, el chico le dijo que su amigo hoy no había comido porque su madre no tenía nada que cocinar. Les recuerdo que esto debió suceder el 28 o 29, ultimísimos de mes. A saber en cuantas casas para esas fechas ya están las cuentas del banco yermas y las neveras vacías.

El hombre accedió de inmediato. Su esposa mandó al hijo a buscar al amigo, a que le invitase a comer para discutir mientras el asunto del trabajillo en la finca. Así podían darle de comer sin avergonzarle a él ni a su familia.

Así estamos, amigo. ¡Cuán hondo hemos caído y qué rápido! Miramos atrás, a menos de un lustro, y nos preguntamos cómo hemos podido llegar a esto. Pero no podía ser de otra forma. Dejen que le cuente otra historia real.

El padre de un amigo fue durante mucho tiempo empleado en un hotel de postín. Un día, los dueños decidieron venderlo a unos inversores que querían reconvertirlo en edificio de apartamentos gran lujo. A la hora de negociar los despidos, a los delegados sindicales les faltó tiempo para aceptar mordida y vender a aquellos a los que debían representar. A cambio de una indemnización y recolocación, firmaron condiciones míseras para el resto de sus compañeros.

Decía este amigo resignado que se veía venir. Que esos delegados eran los garbanzos negros de la plantilla: los más vagos, los que mangaban en el bote del bar; que se habían metido a delegados para currar menos. Atónito, le pregunté cómo esos trabajadores habían permitido que una escoria así los representantes. La respuesta fue muy española: mi padre, ya sabes, es de los de antes. De los que siempre han creído que uno tiene que ser honrado, trabajar y no meterse en líos de sindicatos ni de políticas.

Ese suceso es buena metáfora del lío en el que nos hemos metido.

Vivíamos y trabajábamos en un lugar lujoso, lleno de trenes ave, aeropuertos, administraciones públicas redundantes, turismo humanitario a costa de las arcas públicas, pelotazos inmobiliarios, sueldos públicos de escándalo, dinero a espuertas, oropel y vanidad.

Pero un día se acabó todo. Y descubrimos que lo que creíamos nuestra casa es en realidad un hotel. Que seríamos maîtres o seríamos el que saca la basura, pero aquí somos todo empleados. Si acaso inquilinos de paso. Que esto tiene dueños, aunque no asomen por el negocio. Y para ellos no somos nada. No es que estén mal dispuestos para nosotros. Ni eso. Sienten tanta animadversión contra nosotros como nosotros contra la vaca que nos comemos en forma de solomillos.

Y aquellos de los nuestros que debían representarnos, los que tenían que velar por nuestros derechos e intereses, se dedicaron a trapichear con los dueños. En unos casos porque eran los propios dueños disfrazados, en otros sus esbirros y los había que querían llegar a ser parte de la clase de los dueños.

Y lo peor de todo es que lo sabíamos. Pero unos no hicieron nada. Otros no hicimos lo suficiente. Otros cerraban los ojos y no querían ver la verdadera naturaleza de cierta gente (de hecho muchos siguen con los ojos bien cerrados). Y por supuesto, está esa gran masa de población que forma clientelas territoriales o de otro tipo. Voto cautivo que siempre será sumiso a sus amos pues temen perder con cualquier tipo de cambio.

Así nos ha ido y así estamos. ¿Conocen el cuadro de Goya llamado Visión Fantástica? En él, aparecen unos jinetes a los que por un lado apuntan unos soldados con uniforme francés y por otro son acechados por dos personajes voladores. Al fondo, hay una muela con un edificio enigmático en lo alto.

Siendo yo un chaval de la edad de ese que comió el otro día gracias a la generosidad de sus vecinos, la profesora de Arte nos dio una explicación. Los jinetes somos los españoles. Los españoles, transitando siempre entre la amenaza de la tiranía (los fusileros) y a la sombra de la superstición y la ignorancia (los seres voladores,) a la busca de metas lejanas (ese edificio sobre la roca). No sé si será verdad, porque luego he leído interpretaciones muy distintas. Pero a mí me vale. Es buena alegoría de lo que somos.

En fin, tenemos que ser ciudadanos y no súbditos, y para ello hemos de liberarnos de viejas y nuevas supersticiones. Estamos como estamos y no tiene vuelta de hoja. Pero si hay remedio. Lo que importa ahora es hacia dónde vamos. Y, sobre todo, hacia dónde queremos ir. ¿Hacia dónde queremos ir? Para tener derechos hay que asumir los precios. La libertad nunca es gratis o siquiera barata. ¿Lograremos esta vez ser ciudadanos, pero ciudadanos de los de verdad, de verdad libres y de verdad responsables? Ya veremos. Ojalá que ustedes y yo por fin lo veamos.

El Necronomicón y las spanish logomaquias

Hace muchos años, se me ocurrió cierta tarde como la de hoy entrar a curiosear en una librería esotérica que entonces había en una de las calles del barrio de Maravillas, en Madrid. Kier se llamaba, como una muy famosa argentina, que es o era también editorial. Esta librería de Madrid hace décadas que desapareció. Pero era posible encontrar libros curiosos. Ahí adquirí yo un tratado monumental de astrología, obra de Adolf Weiss, que fue astrólogo personal del canciller austríaco en los años 30, que le advirtió contra Hitler, tuvo que huir cuando la llegada de los nazis y acabó sus días en Argentina.

El caso es que aquella tarde, mientras curioseaba entre toda clase de volúmenes dedicados a la descripción o la práctica de artes arcanas, oí cómo unos señores preguntaban a la dependienta si disponía de algún ejemplar del Necronomicón. Ella, ni corta ni perezosa les informó de que no había ninguna edición comercial a la venta. Que se suponía que había una edición completa en la Biblioteca Nacional y ediciones incompletas pero más antiguas en Toledo y Salamanca. Añadió que, sin embargo, era muy difícil obtener acceso a ellas.

Yo entonces era muy joven. Al oír esa conversación delirante, no me resistí a intervenir para informar a aquellos ilusos de que el Necronomicón es una invención de H.P. Lovecraft y que los supuestos volúmenes depositados en diversos archivos y bibliotecas no son más que infundios, engaños en juego que con el boca a boca algunos han tomado por realidad.

En fin, como digo, era yo muy joven. Ahora ya he aprendido a no meterme en ciertos temas. El tipo me miró y tendrían que haber visto qué mirada. Conmiseración es la palabra justa. Una mirada de esas de «pobre mortal, que ignoras la verdadera y espantosa realidad». Me dio las gracias y listos. Bueno, supongo que ese tipo tiene una ventaja. Su vida siempre tendrá una misión. Por ahí andará buscando todavía el Necronomicón y otros libros terribles y abominables de magia negra.

Por cierto que el escritor Carlos S. Cidoncha durante un muy breve lapso de tiempo creyó haber topado con el Necronomicón. Hace ya también mucho tiempo, durante un viaje a Siria, se le ocurrió preguntar en broma si podía obtener un ejemplar del Azif (el nombre supuesto en árabe del Necronomicón). Para su estupefacción, su erudito interlocutor le dijo que como no, que sin problemas. Imagínense cómo se debe quedar uno. Y en efecto, al poco le entregaron un Azif. Pero no es el libro de hechicería milenaria imaginada por Lovecraft sino una compilación de recetas de cocina populares. Es lo que tiene eso de dar a tus creaciones nombres que supones que a tus lectores han de sonarles exóticos.

Pero el caso es que esto es una digresión. A lo que iba era a aquel aprendiz de brujo que andaba buscando hace ya décadas el Necronomicón por el barrio de Malasaña. En ningún momento me escuchó. Y eso de no escuchar es una costumbre muy de aquí. No es que lo de hacer oídos sordos lo hayamos inventado nosotros, ni seamos los únicos en practicarlo. Pero desde luego, en España lo hemos elevado a categoría de Bella Arte.

Y así, de forma sinuosa, llegamos a donde quería llegar, que es una palabra poco conocida y fascinante. Logomaquias. Es decir, combates de o con palabrerías. Tauromaquia, combate con toros, ya saben. Pues lo mismo. El deporte nacional. Hablar y hablar sin escucharnos o, todo lo más, con interés de aplastar al contrario con nuestra verborrea en vez de convencerles.

Dicen que todas las cosas tienen nombres secretos. Pues quédense con lo de las logomaquias. Definen todas las esferas de nuestra existencia nacional, ¿o no? Desde las trifulcas parlamentarias a las disputas sobre futbol en el bar. Las logomaquias son parte connatural de nuestra cultura, por más que la palabra sea poco conocida. Y este sí que es un conocimiento oculto de verdad, y no supuestas fórmulas mágicas escritas con sangre en tomos de hechicería que jamás existieron.