Historia de España para cafres. Favila y el oso I

Uno de los episodios más pintorescos de la Historia española (al menos la que atañe a las «altas esferas») es la suerte que corrió el rey Favila, sucesor de don Pelayo. Este último es el mito fundacional de lo que ahora es España y ganó gloria inmortal al acaudillar a los rebeldes que formaron el núcleo asturiano de la Reconquista. Su hijo y sucesor, en cambio, se hizo un hueco en la historia al morir devorado por un oso.

O al menos eso es lo que nos cuentan los libros de historia. Porque la realidad de lo sucedido puede que sea bastante más oscura y, desde luego, fue mucho más complicada.

De entrada, lo que contaban los libros escolares de historia, acerca de que don Pelayo reunió a grupos de visigodos fugitivos y astures indómitos para crear el territorio que, libre de invasores, sería en exclusiva el embrión de la España moderna, es ya de entrada una simplificación.

Las simplificaciones tampoco son tan terribles. Ocurre que en los libros de escuela hay que contar mucho en pocas páginas y por eso se poda la historia (esto que aquí también esto contando es solo otra faceta de lo que de verdad debió ocurrir). El problema es cuando tales simplificaciones se confunden con la realidad.

Veamos. Lo cierto es que hubo varios núcleos de resistencia a los invasores musulmanes. Estos eran de por sí pocos y además mal avenidos. Eran un conjunto de árabes y bereberes, que se llevaban fatal entre ellos Y los árabes a su vez estaban divididos en varias etnias —que si árabes de Arabia, que eran los de primera clase, que si sirios, que eran de segunda—, también mal avenidas. Y cada etnia en clanes que tenían deudas de sangre unos con otros. En fin, un lío de cuentas pendientes y odios larvados que a su tiempo pasarían factura a todos.

El caso es que la conquista musulmana fue solo posible por la suma de factores externos a los propios invasores.

El primero de ellos es que había una guerra civil entre don Rodrigo, elegido de manera irregular y que señoreaba al sur del Ebro, y Agila II, atrincherado al norte de ese río. Fueron los partidarios de este segundo los que llamaron los musulmanes como aliados en su guerra civil.

El segundo factor era la decadencia del estado visigodo. El reino estaba dividido administrativamente en setenta y tantos territorios, cada uno con un conde a la cabeza, y contaba además con algunos ducados, que eran zonas especiales, militarizadas, en fronteras y áreas conflictivas. Dado que los reyes visigodos tenían la costumbre de llegar al trono derrocándose unos a otros, los aspirantes acudían a esa nobleza territorial en busca de apoyo. Y esta se la daba, a cambio de privilegios, de forma que, para comienzos del siglo VIII, cada conde era como un reyezuelo en su territorio y los reyes en sí tenían poco poder y menos recursos económicos.

El tercer factor fue una serie de hambrunas provocadas por grandes sequías que tuvieron lugar justo en los años previos a la batalla de Guadalete y que mermó el número de hombres útiles. Y a eso habría que sumar una peste que trajeron los propios conquistadores y que —unida al derrumbe de los sistemas de distribución— mató en los años siguientes (en los que se fue haciendo efectiva la conquista) a la mitad de la población. Lo de la enorme mortandad causada por el colapso del estado y las plagas foráneas traídas por los conquistadores, así como lo de las disensiones internas, recuerda de manera irresistible a la Conquista de México siglos después, pero eso es ya otra historia, para variar.

A lo que íbamos. Gracias a que la mitad de su propio ejército cambió de bando, don Rodrigo fue derrotado, porque los musulmanes en sí eran una banda de desharrapados, caballería e infantería ligera que habría sido barrida con facilidad. Pero claro, los partidarios contaban con ellos como tropas auxiliares, no como un ejército autónomo. Lo que pasa es que, visto lo visto, los musulmanes decidieron quedarse con todo.

Eso de que tras Guadalete la conquista musulmana fue un paseo no es ni siquiera un mito, es directamente una trola. Los partidarios de don Rodrigo se reorganizaron y dieron batalla cerca de Écija, donde volvieron a ser derrotados. El propio don Rodrigo podría haber sobrevivido al desastre y organizado un reino residual cerca de Tuy que habría aguantado unos años, aunque esto ya es hipótesis.

La resistencia fue en muchos casos enconada. Pero como cada conde seguía su propio juego no pudo ser eficaz. Mérida aguantó un asedio de más de un año y no fue conquistada sino que pactó la rendición. Ciudades como Zaragoza y Tarragona se defendieron con ferocidad y fueron arrasadas por los conquistadores hasta los cimientos.

Otros condes llegaron a pactos con los invasores. Fue el caso de Teodomiro, que gobernaba un territorio por la actual zona de Orihuela, que acordó su neutralidad a cambio de independencia subordinada a los conquistadores. Nacería así el Tudmir, territorio más o menos libre que acabaría siendo incorporado cuando ya sus antiguos gobernantes godos se habían islamizado y casado con la nueva nobleza árabe triunfante. Y hubo condes como Casio, en el norte de la actual Zaragoza, que se pasó con armas y bagajes a los árabes y que sería premiado con el mantenimiento de sus tierras, dando así origen a la dinastía de los Beni Quasi, que dominarían Zaragoza durante generaciones. El archimentado moro Muza era de esa familia, dicho sea de paso.

Pero, además, podríamos decir que todo el norte quedó libre o casi libre de invasores. Los musulmanes no entraron en los bosques de lo que ahora es Vascongadas, ni alcanzaron las laderas orientales de los Pirineos. Es esos últimos pagos, la nobleza local se acogió a la protección del rey de los francos y eso llevó a la creación de la Marca Hispánica: una hilera de enclaves hispanos en la cara sur pirenaica, vasallos de los francos, que con el tiempo cuajarían en los reinos de Navarra y de Aragón, así como en los diversos condados catalanes.

Galicia digamos que fue más o menos controlada. Los nuevos amos árabes enviaron de guarnición a contingentes bereberes a los que al parecer, no hizo ninguna gracia verse relegados a ese lugar para ellos remoto y húmedo a más no poder. Se puede decir que en Galicia —que no se correspondía en territorio a la actual región— los musulmanes se limitaron a asegurar el territorio. Cuando al cabo de pocas décadas se produjo la gran rebelión de los bereberes, que marcharon hacia el sur matando a cuanto árabe encontraron, hasta ser derrotados cerca de Talavera y ser a su vez aniquilados sin misericordia, todo aquello quedó desguarnecido y fue ocupado de manera natural por las tropas y los administradores de lo que ya era el reino de Asturias.

En la propia Asturias también hubo al principio guarniciones musulmanas, pero fueron desalojadas con rapidez. Asturias siempre fue tierra difícil de controlar y resultó mucho más para los invasores árabes, dado que encima se había llenado de fugitivos godos, más que hostiles hacia ellos.

Pero el caso es que así llegamos a una zona del norte que fue capital para el comienzo de lo que luego se llamaría Reconquista y que, sin embargo, ha sido enviada a las sombras por los libros escolares de historia, que siempre han dado el protagonismo en exclusiva a Asturias. Estoy hablando de lo que ahora es Cantabria.

Por allí había un ducado de Cantabria y vuelvo a repetir que la palabra «ducado» designaba a un territorio militarizado, organizado de manera distinta y con un dux o duque a la cabeza, que tenía tropas a su mando.

Cuando se produjo la invasión musulmana, por allá andaba el dux Pedro, con un ejército aguerrido que resistió a los árabes y bereberes, si es que se atrevieron a asomar las narices por sus dominios. Y de la colaboración entre el dux Pedro de Cantabria y Pelayo de Asturias cuajó el gran núcleo de resistencia neogótico de la cornisa cantábrica. Porque Pelayo tenía montañas y Pedro un ejército fogueado, y sus territorios estaban además entre una Galicia controlada a duras penas al oeste y una Vasconia boscosa (y llena de vascos peleones) al este.

Los libros escolares de historia suprimieron la participación de Cantabria y del dux Pedro en todo aquello, hemos de suponer de nuevo que por simplificación. Al fin y al cabo, sobre Pelayo recayó la legitimidad de la sucesión de la monarquía visigoda. En Asturias se forjó el reino neogótico, descendiente del de Toledo. Su rey y luego el sucesor de este, el rey de León, siempre fueron más (y admitidos como tales) que los demás reyes hispánicos.

No cabe extrañarse de esto. Puede chocar que un rey fuese más rey que los demás. Pero reparen en que hoy en día ocurre lo mismo con la figura del «presidente». No es lo mismo el presidente de gobierno que el presidente de la comunidad de vecinos, por más que los dos tengan el título de presidente. Pues con los reyes de antes lo mismo.

Pero a estas alturas se estarán preguntando qué tiene que ver todo eso con el rey Favila y el tan traído oso. Paciencia.

Ocurrió que Pelayo tuvo ese hijo, Favila, y una hija, Ermensinda, que se casó Alfonso, hijo del dux Pedro. Y eso tuvo mucho que ver, según parece, en que un oso acabara por comerse al pobre Favila. Pero eso ya tendrá que esperar a la siguiente entrega de esta historia.

 

 

 

 

 

 

Historia de España para Cafres. Sucesivas invasiones

Sucesivas Invasiones

 

Una de las piedras angulares del Romanticismo fue la reacción contra los excesos del racionalismo abanderado en el siglo XVIII por la Ilustración. Romanticismo que introdujo grandes dosis de fantasía en las artes, lo que fue una bendición. Pero que al mismo tiempo inoculó mucho fantaseo a distintas disciplinas y ciencias, cosa que no fue tan positiva y que a veces llevó a teorías aberrantes y de consecuencias en ocasiones funestas.

Heredera en buena medida del Romanticismo fue esa visión de la historia concebida como una sucesión de grandes migraciones e invasiones de razas que, en su avance, borraban del mapa a otras razas más antiguas, solo para ser a su vez, siglos más tarde, aniquiladas por nuevas razas conquistadoras.

Esa visión vetusta de la historia antigua es la que se enseñaba cuando yo iba al colegio, hace décadas.

Según mi libro de historia, los íberos llegaron del norte de África y ocuparon toda la Península (mentira, pero no entraremos ahora en eso). Después llegaron por el norte los celtas, que liquidaron a todos los que vivían en la mitad norte de la Península (excepto a los vascos, que debieron surgir por generación espontánea). Cuando los celtas y los iberos se cansaron de darse mamporros, decidieron casarse entre ellos y así surgieron los celtíberos.

Pero después llegaron los romanos, que los aniquilaron a todos (excepto a los vascos) e hicieron de Hispania parte de su imperio. Sin embargo luego vinieron los visigodos, que mataron a todos (excepto a los vascos) y, ya puestos, también se cargaron a los vándalos, los suevos y los alanos, que habían entrado a la vez que los visigodos, con intenciones iguales de homicidas.

Y luego vinieron los moros, que los mataron a casi todos, pero dejaron la faena sin acabar, de forma que en el norte quedaron unos cuantos godos en las montañas de Asturias (y los vascos). A su debido tiempo, los godos de Asturias (esta vez con los vascos) bajaron del norte repartiendo estopa y borraron del mapa a los moros…

En fin. Yo era un niño y por supuesto que no me disgustaba esa visión del devenir humano que podríamos calificar de «historiografía de cachiporra». Por supuesto, todo eso vale menos que la opinión de un tertuliano de la tele.

Aquellos historiadores y arqueólogos del XIX y primeras décadas del XX tenían esa visión romántica de colisiones entre razas, derrumbes dramáticos de civilizaciones y exterminio de pueblos enteros. Y las evidencias que salían al excavar no hacían sino reforzar esas creencias tremebundas.

Bajo la pala de los arqueólogos aparecían restos de ciudades incendiadas y fosas comunes a las que se habían arrojado cientos de muertos de forma violenta. Y estratos en los que, en el lapso de décadas, se apreciaba un cambio dramático de culturas. Hasta tal capa aparecían, por ejemplo, restos de iberos. Y a partir de la inmediata superior no había sino artefactos y utensilios celtas. Señales «inequívocas» de que los celtas aniquilaron a los iberos, o los dorios a los aqueos, o los cromañones a los neardentales…

Tal visión de la historia ha sido abandonada hace mucho. Pero ha dejado poso en el imaginario popular.

Cuando yo era niño, aunque disfrutaba como un enano con historias tan tremebundas, me asombraba ante lo brutos que eran todos aquellos tipos. Más tarde descubrí que muchas de las autoridades veneradas en los 60 y 70 eran patriarcas postdecimonónicos de la historia y la arqueología. Gurús que lo que hacían era elaborar una teoría —o adscribirse a la de un santón de rango superior al suyo— y, a partir de ahí, acumular cuanta evidencia pudiera reforzar su tesis e ignorar, desdeñar o descalificar cuanta prueba pudiese echarla por tierra.

Vamos, que el camino que se seguía era el contrario al que marca la ciencia. Y las posiciones se enconaban cuando varios de esos santones defendían tesis opuestas. Aunque todas ellas se sustentaban en la especulación intelectual a priori (o a partir de alguna evidencia puntual) y no en el análisis y modificación de las teorías según iban contrastándose con las pruebas.

Bueno, lo que importa es que mucha gente sigue teniendo ahí grabada esa concepción de la historia humana como colisión de razas bien definidas y derrumbe de civilizaciones entre incendios y matanzas.

Es cierto que la historia humana está llena de guerras de exterminio, de civilizaciones caídas con violencia y de etnias enteras aniquiladas. Pero eso no es necesariamente la norma. Desde hace mucho se acepta que la desaparición de una cultura no supone por fuerza la extinción física de los humanos que la formaban. Que muchas veces se produce una transformación por contacto o una desaparición por adopción de sus miembros de otras formas culturales superiores. Y por «superiores» entiéndase como más atractivas, dotadas de mayores medios tecnológicos y en general materiales.

Eso fue lo que pasó con las poblaciones indígenas de la Península Ibérica. Los romanos tenían poco de humanitarios y la conquista de Hispania se hizo mediante la traición, el asesinato y la carnicería… como todas las conquistas, por otra parte. Pero, desde luego, no llegaron a nuestras costas con intenciones genocidas, entre otras cosas porque eran un imperio de facto y todo imperio necesita súbditos.

De igual manera, la conquista musulmana no se hizo aniquilando a las poblaciones cristianas de Hispania. Los musulmanes traían intención de conquista, no de exterminio. Parte de la población cristiana se fue islamizando y daría lugar a una cultura musulmana autóctona, la andalusí. Eso no quita para que tal conquista se realizase mediante batallas, asedios y matanzas terribles, como las de los habitantes de Zaragoza o Tarragona, que osaron resistirse. También lanzaron una campaña de genocidio local contra los godos del norte de León, lo que les empujó a huir en masa a Asturias (así es la historia, hay acciones que a la postre tienen consecuencias insospechadas). Y con el tiempo se producirían deportaciones masivas de cristianos, como la de todos los de Sevilla, enviados por los almorávides al norte de África.

Métodos que usarían también los cristianos en su avance victorioso hacia el sur. Ellos tampoco tenían en mente el exterminio, por más que fuesen otros de cuchillo suelto.

Así que, para aclarar bien la cosa, volvamos al ejemplo de antes. Encontrar restos celtas en un estrato y en el inferior iberos llevó a los primitivos arqueólogos a suponer que, en aquella área, los íberos fueron aniquilados por celtas ávidos de sus riquezas y territorios.

Y ahora supongamos que, dentro de tres mil años, vienen unos arqueólogos del futuro a excavar en nuestras ruinas. Se encontrarían con que, hasta los años 50-60 del siglo XX abundan los restos de botijos, boinas y alpargatas. Y, a partir de esa época, los estratos están llenos de latas de Coca-Cola, fragmentos de botellas de güisqui, vaqueros y trozos de discos de rock y pop.

Si esos hipotéticos arqueólogos del futuro aplicasen las mismas varas de medir que los postdecimonónicos, ¿qué conclusión sacarían? Pues que hasta los años 50-60, en España vivía una raza que vestía de alpargata y boina y que, en esa época, debió sufrir el ataque homicida de una horda de yanquis sedientos de sangre que los aniquiló y ocupó su territorio.

¿A que es una tontería? Pues con la antigüedad igual. Que la gente se acultura por muchas razones, desde utilitarismo a simples modas, pasando por el afán de asimilarse a los triunfadores. Eso es todo. No seamos tan cafres como para creer que, en ciertos temas, los antiguos eran tan diferentes a nosotros.