Calores y sofocos

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Hace calor en Madrid, ¿eh? En realidad, en buena parte de España. Creo que ya va bajando por el norte. Esta madrugada me desperté a las cinco y ya no pude pegar ojo. Eso no me disgusta y sí que encima, estando K.O., consigo escribir poquito estos días. En general rendir poco porque, como siempre, ando a siete cosas. Es lo que tienen estas temperaturas.

Y, sin embargo, mira que he llegado a pasar calor. Creo que cuando más un verano ya lejano, siendo marino, cuando en pleno verano fuimos a cargar petróleo en Abu Dabi, Golfo Pérsico. Encima, siguiendo la costumbre (al menos la de entonces), nos vimos obligados a fondear n días en espera de atracar a boya y cargar. Siempre había cola.

Llegamos a dar 57ºC de plancha. O sea: se debía a que el petrolero (en realidad superpetrolero), al ser metálico, irradiaba el calor recibido y eso era un infierno. Tanto que el capitán, con buen criterio, prohibió salir a ciertas horas solo por cubierta. Si a alguien le daba un desmayo y caía sobre la cubierta, se iba a abrasar con aquellas planchas ardientes… y evacuar a alguien en helicóptero es muy caro.

Un horror. El lugar más fresco del barco era la máquina, que solo estaban a cuarenta y tantos grados. Encima, con esas temperaturas, los sistemas saltaban. Eso significa, en esencia, que además el aire se nos fue al carajo. Y que el agua de ducha salía hirviendo por defecto. Los marineros dormían en la popa, en cois y colchonetas, como en los viejos –pero no buenos- tiempos. Los oficiales bebíamos güisqui para conciliar el sueño unas horas. Los marineros también, pero por vicio, que ya descabezaban al aire libre.

En ese panorama, mientras los días pasaban sin que nos diesen entrada a la carga, en los que se iban acabando las provisiones, y aún peor, el tabaco y el güisqui, ocurrió esto. Andaba yo de guardia cuando, hacia las tres de la tarde, se nos abarloó un remolcador. Y comenzó a hacer sonar el tifón como un desesperado.

Siempre, junto a la escala, ha de haber un marinero de guardia. Pero el que debiera estar había desaparecido y no huyendo del calor. No cabía sorprenderse. Ese tipo era un maldito borracho y seguro que, fiado de que a esas horas no se acercaría nadie al barco, se había ido a tajarse en algún escondrijo. Siempre hacía igual y era imposible echarle porque, cada vez que le metíamos un parte, los sindicatos amenazaban con denunciar al barco por defectos, fallos y negligencias –en los barcos españoles no funcionaban la mitad de las cosas- y el capitán claudicaba. A su vez los oficiales nos vengábamos poniendo al borrachón ese a manejar el cabrestante de proa en las maniobras. Y como sus compinches y valedores estaban delante, por lo menos les tocaba sudar. Si el otro moñas se equivocaba y faltaba (se rompía) el cable a los que partía por la mitad era a ellos. Huelga decir que eso solo se hacía en las maniobras en las que el oficial se podía poner detrás. Que uno es un vengativo pero no tonto.

Pero no divaguemos. El remolcador seguía tronando como enloquecido. Así que, jurando en arameo, un servidor hubo de abandonar el puente y bajar a cubierta. Asomado por encima de la regala (el pasamanos de la borda) vi a un árabe que agitaba un sobre grande como si le fuera la vida. Había que recoger el sobre.

Yo entonces llevaba muy poco tiempo navegando. Estaba poco hecho a muchas cosas. Había que bajar. Pero, como he dicho, en los barcos españoles la mitad de los artefactos siempre estaban averiados. Y la escala real lo estaba. La escala real, para que nos entendamos, es esa escalera abatible por la que bajan los pasajeros de los cruceros en las películas.

Y, dado que no podíamos apear la escala real, habíamos echado una escala de gato. Es decir, esa de soga y travesaños de madera de las películas de los piratas.

Así que por ahí, cada vez más airado, tuve que descolgarme bajo la solana de Arabia. ¡Qué calor! Y peor que el sol era el calor que irradiaba el costado de metal del petrolero. Llegué abajo descolgándome como un mono (un mono grande, eso sí), recogí el sobre y, a falta de mejor método, comencé la subida con el sobre entre los dientes.

Un superpetrolero (con más de trescientos metros de eslora, o sea, de largo) en lastre (o sea, descargado) puede tener mucho casco al aire. O sea: mucha subida. Yo creí que no llegaba. Asado, mareado, con el sobre entre los dientes como un pirata con el puñal, pensando que si me caía a esas aguas iba a quedar asado para los tiburones.

Pero llegué. Rebasé como pude la regala y hecho fosfatina me senté a la magra sombra de la borda. Y ahí estaba con la lengua fuera cuando apareció el contramaestre.

-¡Cagüen Dios! ¿Por qué has hecho eso?

-¿Lo cualo?

-¿Por qué por qué bajaste por la escala de gato, coño?

-¿Y qué querías que hiciera?

El contramaestre era gallego y yo he vivido muchos años en Galicia, por eso no han de sorprenderse de que mantuviéramos una conversación casi exclusivamente con preguntas. Eso es una huella lingüística del gallego que sobrevivirá a los vocablos del idioma.

-¿Y por qué no usaste el cubo?

-¿Qué cubo?

-¿Cuál va a ser? Ese ¿no?

Y entonces para mi horror descubrí que ahí, a dos palmos, había un cubo con un cabo atado al asa (cabo es cuerda). O sea, tenían ahí ese artefacto ad hoc para esos casos. Lo arriaban (bajaban), los de los remolcadores metían lo que fuese, izaban (subían) y listos.

Suerte que en esa ocasión acudió en mi ayuda el dios de la improvisación. Sin dudarlo, compuse una expresión displicente para replicar:

-Ah, sí. Bueno, es que me aburría.

El nostramo (contramaestre) me miró atravesado. Fuese y no dijo nada. Pero mejor así. Es mejor quedar como chalado o sobrado que como mentecato. Esa, esa es la diferencia entre pasar calor y pasar un buen sofoco.

2 respuestas a «Calores y sofocos»

  1. Encantadora. Me ha resultado muy divertida tu historia. Muchas gracias, por hacerme pasar unas risas.
    ¡Ay mi niño marinero,
    tan morenito y galán,
    tan guapo y tan pinturero,
    más puro y bueno que el pan!

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