León Arsenal, por Rodrigo Escribano

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León y yo crecimos en el antiguo barrio de las Hormigas, distrito de Hortaleza, Madrid, por lo que debo ser el más antiguo de los que hoy tienen alguna relación con él, familia aparte. Es curiosa la circunstancia porque, de niños, no teníamos trato estrecho. Vivíamos en la misma calle, pero ni estábamos en la misma pandilla ni íbamos al mismo colegio. Nos conocíamos y poco más. Eso hace mis recuerdos vagos y escasos, y no puedo contar mucho de esa época.

Crecimos, cada cual siguió su camino, nos cruzamos y perdimos de vista varias veces, durante los ochenta y noventa. Yo me mudé, me casé, me divorcié, volví al barrio. León no se casó, por lo que no pudo divorciarse. Comenzó medicina, se cambió a náutica, se hizo piloto de la Marina Mercante, navegó, pasó a tierra, se fue de Madrid, regresó, tuvo varios trabajos, acabó por dedicarse a la literatura.

Me ha pedido esta nota biográfica porque le he visto en fases vitales muy distintas. Es verdad, por eso que decía de que nos hemos cruzado y perdido de vista varias veces a lo largo de los años. Pero también, por lo mismo, hay partes de su vida que desconozco y sobre las que él no cuenta nada, no porque tenga algo que ocultar, sino por simple gusto por el misterio. Es parte de su veta teatral, que la tiene, y ese es el primer rasgo que quiero señalar en el personaje.

Digo «personaje» con toda intención, porque León cultiva una imagen. Imagen que no es falsa, pero sí elaborada. No es artificio pero sí construcción. Una especie de maquillaje que no pretende engañar, sino realzar unos rasgos y suavizar otros. Es una forma de ser, propia de ciertas personas, natural a ellas. Y, en el caso de León, me hace recordar una de sus novelas más originales e imperfectas, Máscaras de Matar, en la que los protagonistas usaban máscaras no para esconderse sino para jugar roles concretos, sacar a la luz otras facetas de sí mismos.

Todo autor tiene un tema eje, al que vuelve una y otra vez. Y algún espíritu perspicaz ha señalado que, en el caso de León Arsenal, ese tema es el de la identidad. ¿No es la identidad una máscara? ¿No es siempre, en parte, algo buscado? El tema de la identidad está muy presente en Máscaras de matar o en Las lanzas rotas, de dos formas bien distintas, y asoma de una forma u otra en todas sus novelas. Pero pocos se han fijado en eso.

Muchos, en cambio, insisten en atribuir gran peso sobre su obra a su pasado marítimo. Hay en eso bastante de banalidad, pero también algo de razón. León es hombre inquieto, al que siempre le han llamado la atención los temas más dispares. De chaval, era de los que andaban siempre con libros, interesado por cuestiones que los demás ni siquiera sabíamos que existían. Es inevitable que su curiosidad, a veces, le lleve a campos extraños. Como, por ejemplo, cuando en los ochenta le dio por estudiar el tarot. Llegó a ser muy bueno echándolo, pero en esto tendrán que fiarse de mi palabra, porque hace años que se niega a tirar las cartas. Sí, yo sé el motivo, pero le guardaré el secreto. O como cuando, en los noventa, gracias a un amigo médico, estudió algunas terapias alternativas que aún hoy aplica a unos pocos allegados. Y esa inquietud no se ha apaciguado. Cada vez que me lo cruzo, le encuentro en nuevas aventuras, algunas de las cuales nunca le hubiera imaginado.

Es un hombre muy particular, sí. Y lo particular a veces se vuelve peculiar. En los últimos años se ha dedicado a desmantelar su biblioteca, que reunía un número de títulos considerable. Nadie sabe cuántos libros ha regalado ya, de sus estantes. Si le preguntan, responde que  «dicen que los hombres, al llegar a los cuarenta, o se divorcian o deshacen su biblioteca. Y yo, siendo soltero, no tuve elección». Como explicación es peregrina y, además, eso del «dicen» ya se lo he escuchado demasiadas veces. León es de esos que alumbran frases lapidarias y luego niegan su paternidad para atribuirlas al acerbo popular.

A estas alturas, pensarán que el destinatario de la nota debiera mirarme con malos ojos. Sin duda lo hará, pero sólo porque es la forma que tiene de mirar. Tendría problemas con él si le hubiese definido como «sujeto vulgar, corriente y moliente». No se engañen, todo esto halaga su vanidad, como en su día lo hizo esto que decía Javier Negrete de él:

«León es un gran cuentista… en todos los sentidos. No penséis que le estoy tildando de embustero, aunque los marinos, desde el viejo Ulises, siempre han tenido fama de mentirosos. No, me estoy refiriendo a sus cualidades de narrador y fabulador, que no solo manifiesta en los cuentos y novelas que escribe, sino también en las conversaciones tabernarias, a las que es muy aficionado.

Tanto escribiendo como hablando, León posee una gran habilidad para anticipar el meollo de lo que va a contar, como el torero enseña el pico de la muleta para citar al toro: una anticipación que sólo es un entrante para abrir el apetito y mantener al lector/interlocutor prendido de sus palabras y poder recrearse en ellas. Pues León es un gran amante de las palabras, de su sonido al pronunciarlas, de su dibujo al escribirlas, sus combinaciones y también su origen. Al modo de los antiguos griegos, su amor por ellas le hace inventar etimologías fantásticas que a veces son más interesantes que las verdaderas».

Es tanto un retrato como esa construcción de personaje de la que hablábamos antes. Los que rodean a León le ayudan, encantados, a elaborar sus máscaras. Complicidad que viene de antiguo y en la que participan muchos, como se ver por esta otra descripción, esta vez de Eugenio Sánchez, de la que León estará ufano, aunque supongo que tratará de ocultarlo. Dice así:

«Místico, buen lector inveterado, aficionado al género de toda la vida, bebedor impenitente y buen conversador en las charlas de taberna.»¿Qué puede uno añadir a eso?

Bien poco o nada. 

Rodrigo Escribano

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