Esbirros y tiranos

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Volvíamos de San Sebastián de los Reyes, en el coche de un amigo. En la salida de la M-30 que da a la calle Costa Rica, parados ya en el semáforo anterior a la plaza, nos adelantó la moto de un guardia municipal con la sirena y luces puestas. Se saltó el semáforo, cruzó la moto, detuvo a los coches que giraban en la rotonda y comenzó a hacer gestos perentorios de que los autos del semáforo avanzasen.Puede que por lo inesperado, uno de los conductores de primera línea no debió entender la indicación y se quedó parado. Tendrían que haber visto cómo se puso aquel guardia, comenzó a hacer aspavientos furiosos, con voces destempladas y una expresión en el rostro, entre el desprecio y la furia, para la que no existe –creo- nombre en español, que el pobre conductor no merecía y que era del todo impropia en un agente del orden.El infeliz arrancó, y tras él todos los demás. Al volver la cabeza, curioso, vi que de la M-30 salían más motos de municipales y tres o cuatro de esos coches grandes, oscuros, de cristales tintados, en los que se mueven nuestros políticos por ciudad. Así que toda la cuestión se reducía a que aquel energúmeno andaba abriendo paso a algún poderoso –del gobierno central, autonómico o municipal- cuyo tiempo era demasiado valioso o su seguridad harto delicada para moverse al ritmo de los comunes mortales.No cuestiono que haya protocolos de seguridad establecidos para nuestros grandes hombres, desde luego sí lo hago con los modales de ese escolta. Pero el caso es que, viendo pasar como bólidos a aquellos coches, todos iguales, todos de cristales opacos, se me vino a la cabeza una historia que me contaron hace muchos años. El que me la contó decía a su vez que la contó en su clase uno de aquellos catedráticos venerables que osaron hacer oposición intelectual al franquismo y que acabaron expulsados de sus cátedras y en muchos casos extrañados a provincias que no eran las suyas. La historia era la siguiente:Iba (serían los años sesenta, supongo) un padre con toda su familia, de regreso a Madrid tras un domingo en el campo. Había tomado la carretera de la Coruña que, si ahora conoce atascos entonces, con un carril a cada lado, era todos los domingo tarde noche un infierno. Llevaban horas y horas en caravana, viendo los pilotos rojos de la serpiente de coches en la oscuridad, avanzando unos metros para luego detenerse durante minutos y minutos. De repente, aparecieron motoristas de la Guardia Civil que, sin ningún miramiento, comenzaron a ordenar a los conductores que echasen sus vehículos al arcén y, donde no lo había, a la cuneta.Obedecieron todos sin rechistar, claro. Se quedaron todos en el lateral durante largo, largo tiempo, el carril de entrada y el de salida vacíos hasta donde alcanzaba la vista. Sólo tras una espera interminable, vieron pasar, camino de Madrid, una pequeña caravana de coches grandes, negros, de cristales oscuros, escoltados por un enjambre de motos. Era el general Franco, claro, de regreso de Galicia, y era a él a quien habían abierto paso a lo largo de kilómetros y kilómetros de caravana de domingueros para que pudiese llegar a El Pardo sin que los conductores tuvieran que tocar el freno.Sólo tras su paso, pudieron los conductores volver al carril y a su paciente hilera de hormigas metálicas. Pero contaba aquel profesor a sus alumnos que el padre, antes de arrancar su auto y tomar su lugar en la caravana, se volvió en el asiento para encararse con sus hijos y decirles:-¿Os habéis fijado? Pues que no se os olvide nunca. Porque lo que habéis visto es pasar a un tirano.

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