Un puñado de castañas

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Ayer, volvía de desayunar con un amigo y, al subir bordeando por uno de los parques del barrio, me encontré de repente a mis pies, en la acera, una castaña. Había otra más allá y, al girar la cabeza, me di cuenta de que el suelo del parque estaba sembrado de eso, de castañas. En esa parte, los árboles son castaños y, en estos días, sus hojas amarillean unas y otras están directamente marrones. Y es la época en que caen las castañas.

            Sin poder resistirlo, entre a cotillear al parque. Sí, había ya muchas castañas caídas y, entre ellas, esas vainas espinosas, como bolas pinchudas, que las envuelven mientras cuelgan del árbol. Incluso las que habían caído sobre el césped se habían partido para dejar escapar el fruto del interior.

            Se me ocurrió que, en esta época, el otoño, las castañas, con esas envolturas de pinchos que al caer se parten, bien podían ser un símbolo perfecto de la vida y el renacer. De cómo llegado el momento de la supuesta muerte, el envoltorio se rompe, pero sólo porque ya no es necesario. Aunque esa unidad formada por árbol, envoltura e interior se disuelve ahí, eso no supone el fin sino que, muy al contrario, es el paso obligado para que el interior del fruto se libere y pueda generar nueva vida.

            Había una viejecita con una bolsa, recorriendo el parque, recolectando castañas. Yo, por mi parte, me contenté con coger cinco. ¿Y por qué cinco? Porque son las que caben en un puño. Un puñado de castañas. El resto, se los dejé a aquella buena señora.

            Recogí el puñado de castañas por puro instinto, pero en seguida se me ocurrió que sería un buen regalo. No todo el mundo es capaz de apreciar regalos de este tipo, tan humildes, pero que tanto implican.

            Recuerdo que allá por el 91 o 92, andaba yo en los petroleros y nos enviaron a cargar a la isla de Jarg, en el golfo Pérsico. Sadam Hussein había invadido Kuwait y Estados Unidos y sus aliados estaban reuniendo en el golfo un aparato militar imparable. Estaba a punto de desatarse la guerra y nosotros fuimos a esa isla, que es iraní, a cargar petróleo de calidad Iranian Heavy. Los iraníes habían librado una guerra muy dura hacía nada contra los iraquíes, una que les había costado creo que un millón de muertos. La isla de Jarg había sido uno de los blancos predilectos de la aviación iraquí y todavía mostraba los estragos de las batallas. Había agujeros enormes por todos lados, producidos por los bombazos, y barcos medio hundidos y quemados en la rada.

            La gente allí había sufrido mucho y vivía con lo justo. Nuestra compañía tenía un agente en la isla, un iraní. Este buen hombre, que vivía con su familia con pobreza, como casi todos allí, recibió en tierra al capitán y al primer oficial. Como no tenía nada que ofrecer y era hombre hospitalario, tomó un puñado de dátiles, producto de la palmera que tenía en su patio, y se los dio a nuestro capitán, a modo de regalo. No tenía otra cosa con la que demostrar hospitalidad.

            Nuestro capitán, que era un pobre necio (así, con todas las letras), lo primero que hizo apenas zarpó nuestro barco fue tirar a la basura aquellos dátiles. El bueno del agente se puede decir que se sacó casi de la boca esos dátiles, para regalárselos, y eso es lo que este gañán hizo con ellos. Hay gente incapaz de entender el espíritu de las cosas, y que en ciertos regalos, lo material es sólo un soporte de otras cosas. Por eso decía que hay gente que no sabe entender los regalos humildes. Tampoco son dignos de ellos.

            Pero, en mi caso, no hay cuidado. Yo sé a quién regalo las cosas. La persona a la que le voy a regalar ese puñado de castañas sabrá apreciar el gesto en lo que vale, y sabrá todo lo que significa.

3 respuestas a «Un puñado de castañas»

  1. Te alelantaste Elvira.

    Esa es la diferencia entre los gañanes y las malas personas y el resto de la humanidad. No saben apreciar un regalo en lo que vale, que no en lo que cuesta.

    Una delicia más capitán.

    Queremos más historias de alta mar.

    Saludos.

  2. A mi una vez un amigo me dió un trébol de cuatro hojas auténtico…lo encontró y lo guardó en su cartera hasta el día de mi cumpleaños…me regaló un pasaporte hacia la buena suerte…me encantó

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